La diputación ha sido históricamente un trampolín político para los candidatos a subir escalones en la pirámide institucional. Sin embargo, la Diputación de València se ha convertido de un tiempo a esta parte en un premio de dudosa recompensa. La Operación Alquería se saldó con la detención del entonces presidente Jorge Rodríguez y los gerentes de la empresa pública Divalterra, antes Imelsa, que ya había puesto a la corporación en el ojo del huracán con el «yonki del dinero», Marcos Benavent, bajo el mandato de Alfonso Rus. Tras la sacudida de junio, Divalterra está condenada a la extinción. Tendrá que recolocar a sus 800 trabajadores, en su mayoría brigadistas forestales, y se vaciará una entidad que la oposición del PP y Cs (y antes de PSPV y Compromís) insistían en que era una «agencia de colocación».

De repetir un presidente socialista, tendrá que abanderar un gobierno que, a priori, está destinado a convertirse en un gestor de fondos para queja de la oposición de PP y Cs, que critica que son ahora el «cajero» de la Generalitat.

Es el camino que se emprendió en 2015 y así lo reafirman sus dirigentes actuales. Se trata de hacer una política de colaboración con la Generalitat y los ayuntamientos y eliminar del todo las ayudas «a dedo» y los planes teledirigidos a municipios.

La dinámica del gobierno actual de Toni Gaspar es el de mantenerse en un segundo plano político perder peso político. Lo reconoció en la presentación de los últimos presupuestos de la legislatura, donde también lamentó que la administración provincial es más lenta desde que la sombra de la corrupción sobrevuela la institución.