El 2 de marzo de 1984, una brigada de bomberos del parque de Benidorm rescató con vida a un hombre que cayó a un pozo de 115 metros de profundidad en Beniardà. Con unos medios rudimentarios, el bombero Paco Llorca descendió cabeza a abajo, sujetado a pulso por sus compañeros, amarrado a una cuerda que cuando empezó a subir, se rompió. Treinta y tres minutos de angustia para salvar a dos personas cuyos corazones latían un centenar de metros bajo tierra.

Con la mirada puesta en Málaga, el responsable del aquel dispositivo asegura que «aquello fue un rescate heroico para los medios que teníamos. Pero era lo que había y el corazón mandó sobre la cabeza», comenta Ramón Felipe, jefe del parque de bomberos de Benidorm entre 1978 y 2012, hoy en día jubilado pero fundamental en aquel rescate que acabó con final feliz. A su lado asienta con la cabeza Jaime Llorca, sargento del Consorcio Provincial de Bomberos, destinado en el parque de Benidorm, el mismo donde trabajó su padre, aquel «héroe anónimo» que «nunca le dio importancia a lo que había hecho».

Jaime tenía 18 años cuando aquel viernes de marzo del 84, él y toda su familia se estremecieron por la valentía de su padre. Por aquella época, eran frecuentes las obras para proporcionar agua potable a las poblaciones de la Marina Baixa. Operarios andaluces venían con frecuencia a trabajar a Alicante, como fue el caso de José Manuel Carmona Giménez, un joven obrero granadino, natural de Gorafe. Mientras su empresa estaba instalando una bomba de agua sumergible, se rompió el cable, cayó la bomba y el que chico que estaba enrollando la manguera, se fue detrás.

Minutos después llegaba el operativo de rescate. Tal y como relata Felipe, «al pie del pozo, desde la superficie oíamos perfectamente al chico que lloraba: 'Venid a por mí, tengo mucho frío y el pozo me traga». Y la reacción fue inmediata. «Con 60 centímetros de anchura, la solución era bajar de cabeza para que las manos pudieran maniobrar», dice Felipe.

«Amarradme a mí, bajo yo»

Había mucha gente por allí, pero el que dio el paso adelante fue Paco Llorca: «Yo bajo, amarradme a mí que bajo yo». Su jefe, Ramón Felipe, le preparó un arnés con una cuerda, que lo sujetaba por hombros, cintura y piernas. Provisto de una linterna, bajó con otra cuerda a su lado y como únicas instrucciones «tenía que avisarnos si se sintiera mal, para subirlo enseguida». Mientas Paco bajaba, iba dando ánimos arriba y abajo. «Al fondo decía: 'Hola valiente, ¿cómo estás?' y a sus compañeros: 'Despacio, despacio». Cuando consiguió sujetar al obrero, el equipo empezó a tirar con fuerza, sin poleas, pero la cuerda de cáñamo se rompió al poco de comenzar a subir, por una rozadura. Al partirse fue Felipe quien tuvo que aguantar el solo, por un instante, a las dos personas que colgaban cabeza para abajo, a 100 metros de profundidad. «Se me caían, yo no aguantaba más, el pozo me tragaba también».

Después de treinta y tres minutos de angustia, el rescatador y el rescatado vieron al luz. De hecho, la sensación entre los presentes fue que «el obrero salió del tubo como si fuera un parto, lleno de sangre».