Son capaces, aunque el lenguaje diga lo contrario. Son válidos, aunque tengan reconocido un grado de minusvalía cuyo término odian. Pero la diversidad funcional es la gran desconocida y por ello la sociedad tiende a apartarlos porque, además, existe la creencia de pensar que a uno no le va a tocar. Pero nadie está exento. Un 10 % de la sociedad valenciana tiene una discapacidad reconocida. De nacimiento o sobrevenida, tras un accidente o una enfermedad. Son personas valientes y luchadoras. No les queda otra porque, de la noche a la mañana, se ven excluidos, apartados, «no válidos», «no capaces». Ni lo asumen ni lo asumirán y se esfuerzan en hacer entender a la sociedad que quieren vivir en el mismo espacio que el resto, con los mismos derechos y deberes... en igualdad de condiciones. Ellos y ellas, el colectivo de personas con diversidad funcional va ganando terreno en aras de conseguir la inclusión real, la convivencia de personas con y sin discapacidad en todos los ámbitos de la vida, incluido el empleo. Porque sin trabajo, sin sueldo, no hay ni experiencia independiente posible, ni futuro, ni proyecto de vida.

Sin embargo, conseguir un empleo se torna casi una misión imposible para las personas con discapacidad. A mayor grado reconocido, mayor dificultad. Sin embargo, pueden trabajar, quieren trabajar y deben trabajar. Pero el mercado laboral les relega a una parcela exclusiva para ellos que se denomina Centro Especial de Empleo (CEE). Pero los CEE acumulan críticas y se han convertido en el gueto laboral de las personas con discapacidad funcional, casi su única opción de conseguir un empleo en una serie de empresas previstas para ser un sitio de tránsito, un paso intermedio antes de entrar a formar parte de la plantilla de trabajo de una empresa ordinaria. Ese era el objetivo de los CEE que, sin embargo, han perdido la filosofía que guió su constitución.

Cuando se habla de discapacidad el imaginario colectivo dibuja algo «visible». Sillas de ruedas, bastones, andadores, aparatos externos y miembros extraños. Sin embargo, las limitaciones que tiene un paciente trasplantado de riñón (como es el caso de Nancy Alvear) o una persona con un visión reducida por distrofia de conos (como Guillermo Prieto) son imperceptibles. Sin embargo, no ha sido fácil para ellos conseguir un empleo en una empresa ordinaria. Son la excepción que confirma la regla y un ejemplo de superación. Los dos sonríen en sus puestos de trabajo, adaptados a su discapacidad e integrados en plantillas sin discapacidad que desconocen que, con quien trabajan mano a mano, tiene un grado reconocido del 79 % (Guillermo) y del 73 % (Nancy). Estos son sus testimonios.

Guillermo Prieto tiene 27 años y una enfermedad que costó años de diagnosticar. Desde hace 15 días trabaja en el Grupo S2 -una empresa valenciana especializada en ciberseguridad- como comercial y organizador de eventos. Solo precisa un programa específico para ampliar las letras del ordenador al tamaño adecuado, una impresión más grande si reparten formularios o textos en papel y un acompañante para que le muestre, una única vez, qué itinerario debe seguir si debe desplazarse ya que no puede conducir. Y ya está. El resto de «trucos» son su día a día para convivir con un campo de visión amplio pero muy escaso. Y con todo, son pocas las empresas que apuestan por jóvenes como Guillermo. «¿Por qué voy a tener que trabajar yo en un CEE? Este es mi segundo empleo en una empresa ordinaria y me veo apto y capaz. Ni mis propios compañeros saben que tengo una discapacidad. No la oculto pero tampoco es mi carta de presentación», explica mientras mira directamente con unos ojos claros que nada apuntan a un problema visual y una sonrisa amplia de quien se sabe afortunado. «El problema es que nos niegan las oportunidades de salida. Ven que en el currículo que tienes una discapacidad y ya no te quieren ni conocer. Y los empresarios deben saber que somos capaces y somos muy comprometidos y trabajadores. Precisamente porque nadie apuesta por nosotros. Así que si nos dan la oportunidad.. no fallamos», explica Guillermo.

La vida de Nancy Alvear dio un giro de 180 grados cuando los médicos dieron con la clave de sus dolencias: trasplante de riñón y a continuar viviendo. Pero sin empleo. Al menos, sin los trabajos desempeñados en su lugar de origen (Colombia, donde trabajaba de química farmacéutica) y tras llegar a España (limpieza y cuidados). «Mi título no lo convalidan en España así que me tengo que olvidar de un trabajo de oficina, que es lo que hacía en Colombia con mi titulación superior. Y tras enfermar ya no puedo trabajar realizando esfuerzos, ni cargando peso... que son los trabajos disponibles para migrantes como yo en España. ¿Y entonces? La verdad es que me vine abajo porque soy una persona válida, de 42 años y con un hijo, y ya había empezado de cero en España. Ahora era un paso más y debía reinventarme pero necesitaba una oportunidad», explica la mujer. Tras un año sin trabajar después del trasplante... llegó el «milagro» y el supermercado Aldi la llamó para trabajar. «Ayudo en tienda pero mi trabajo es controlar el garaje del supermercado. Estoy muy agradecida. Nadie tiene en cuenta lo inútil que te sientes cuando te viene una discapacidad sobrevenida, cambia tu vida y te tachan de inútil de por vida con todo lo que te queda por delante», afirma.

Tanto Guillermo como Nancy aseguran que si no es por Cocemfe (Confederación Española de Personas con Discapacidad Física y Orgánica) seguirían en paro. La técnica de integración laboral, Estela Ruiz, es clara: «Las ofertas son de pymes y micropymes y rechazan la discapacidad al pensar en adaptar su empresa. Y eso es un error. Hay que adecuar el puesto de trabajo a la persona y hay adaptaciones muy sencillas en la producción y secuenciación del trabajo. Hay subvenciones, bonificaciones, cuotas de contratación... Pero lo que precisamos es un cambio de mentalidad y eliminar prejuicios. Esa es la clave».