Cuatro mujeres valencianas han decidido dedicar su vida, en el siglo XXI, a profesiones que diríamos son de otra época. Ni son arquitectas, ni abogadas, ni médicas ni nada que represente el «éxito social» que se ha exigido a la mujer tras su incorporación al mercado laboral. Es más, han decidido dedicarse a oficios tradicionalmente masculinos, que requieren de esfuerzo físico y que ya sólo esa cláusula dejaba fuera al género femenino. Patricia se dedica a hacer chocolate; Teresa cultiva arroz y Celia y Patricia utilizan sus manos para hacer cerámica. Son cuatro mujeres que han mantenido la tradición pero han ido más allá, porque la han reinventado y renombrado.

Muy pocas personas deciden dedicarse a la agricultura a menos que tengan un vínculo familiar tan fuerte que su historia personal vaya ligada a la del campo. Por eso el caso de Teresa Llorca, de 26 años, no sigue ese parámetro: llegó a los arrozales de Sueca a través de la familia de su pareja, Miquel Matoses, ambos impulsores de arroz Cèrcol. Graduada en Filología Clásica, se especializó en Agroecología, tras un desencanto de su profesión que la obligaba a encerrarse en un despacho. Lo mismo para Celia Collado y Patricia Soriano: una venía de la restauración, la otra de ADE. En sus horas libres, moldeaban arcilla hasta que decidieron profesionalizarse en la Escola d'Art de Ceràmica de Manises, donde se conocieron y crearon Cuit Espai Ceràmic, en pleno centro de València. Patricia Andreu, por su lado, dejó el Magisterio y asumió un destino escrito solo para los hombres de su familia: heredar la fábrica de Chocolates Andreu, en Torrent.

Ninguna de las cuatro se veía en esto hace unos años. Tal vez solo Patricia, por haber visto a su padre, Rafa Andreu, y antes que él a su abuelo, Rafa Andreu, y a su bisabuelo, Rafa Andreu, trabajar horas y horas en la casa familiar. Ella se la ha llevado a un polígono industrial, algo modesto desde donde relanza el negocio yendo más allá del «bollo y polvo» clásico de Torrent. «Ahora hacemos huevos de Pascua rellenos de frutos secos y caramelos, pastillas de chocolate, botes con bombones, de todo», explica Patricia.

Lo mismo ha hecho Teresa. Junto a Miquel, no se han ceñido al clásico arroz. Este es «social, valenciano, sostenible, innovador y transparente». Adjetivos propios del siglo XXI y que la globalización ocultó durante un tiempo. Ahora, Cèrcol quiere volver a los orígenes: «Buscamos un comercio sin intermediarios, una venta directa entre el productor y el consumidor». Además, amplían el público al que va destinado, ya que quieren atraer a los jóvenes «que tantas veces nos dan por perdidos». Además de la producción agrícola, quieren generar un concepto haciendo excursiones, paseos y rutas por los arrozales que terminen con un gran almuerzo. Es decir, volver a poner en valor la valencianía en su estado más puro.

En Cuit hacen cerámica clásica (no con loza, sino con gres). Huyen de la floritura y los colores. «Hemos cogido la técnica y la hemos llevado a nuestro terreno, nos adaptamos a los tiempos». Al igual que los códigos estéticos, los roles también han cambiado. Como reconoce Celia, la cerámica la hacían los hombres pero la decoración, la mujer. Aquí, ellas lo hacen todo y para todos: dan clases, organizan talleres y tienen producción propia que venden a diseñadores o a restaurantes, como vajilla o decoración.

Reconocen que no tienen relación con su sector. La cerámica está de moda y eso les permite no ceñirse a los clásicos gremios. Canoa Lab o Domanises son otras muestras de la revitalización de la profesión. Sin embargo, en los arrozales de Sueca, Teresa echa en falta gente de su edad. Ellos gestionan 500 hanegadas pero ella no es una más, sino un «bicho raro» en un entorno donde no siempre la han acogido bien. «Va a días, pero a veces me siento fuera de lugar», reconoce. «Tener una carrera y trabajar en el campo parece una incoherencia en este ambiente y siendo mujer, aún más. Hay veces que al verme, los hombres no saben si darme la mano o dos besos, se bloquean», ironiza. «Aquí, históricamente la mujer se ha quedado en casa y el hombre, al campo», destaca.

En la familia de Patricia, su decisión de llevar las riendas del negocio cuando su padre decidió jubilarse cayó con escepticismo. No en el sector, donde Patricia ha encajado a la perfección. Pero en su núcleo más cercano se rompía el esquema familiar que se mantenía desde la fundación de la empresa en 1920. Sin embargo a Patricia la idea le entusiasmaba: continuaba con la tradición familiar y, sobre todo, le permitía conciliar con su hija. Dos años después y tras una determinación contundente de querer regentar el negocio, «mi padre está totalmente feliz»

Según los parámetros actuales, los trabajos artesanos parecen incompatibles al «éxito» al que se debe aspirar. En el caso de Teresa, vive en un entorno donde el campo no es una salida, sino más bien una resignación o una condena.

En el caso de las ceramistas, Patricia explica que la tendencia ha ido a su favor. Está de moda, y el negocio, con solo un año de vida, les va «muy bien». Tiene que ver con un elemento común a las tres profesiones: trabajar con las manos «te evade de la realidad, te relaja». Como trabajo, «no hay que idealizarlo. La semana pasada tuvimos que entregar 90 platos a un restaurante y hubo mucho estrés, pero la satisfacción lo compensa», dice.

Según Celia, ha habido un cambio en la conciencia social. Eso les ha permitido que despegue su negocio, otro elemento común a los tres casos. Lo artesanal está en boga, y la sociedad valora cada vez más lo próximo y local. Si además son mujeres quienes lideran estos proyectos, adquiere más valor porque rompen una doble barrera: la del acceso a profesiones masculinizadas y la de revitalizar profesiones olvidadas.