El techo cae a pedazos y entrevé lo que algún día fueron unas vigas. Un muro inexistente precipita directamente el retrete con el patio de luces, a unos cinco metros de altura. La puerta está hecha trizas, y solo abrirla, en el mismo recibidor, tres hombres reposan en la penumbra, encima de un colchón. Una imagen que se repite en cada estancia. Apenas se ve el suelo, solo colchones, y personas, tendidas en ellos. En pisos como este, ubicado en el centro comercial de Lleida (Segrià), viven cientos de hombres que pisaron la zona para trabajar en la campaña de la fruta, y ahora, con la orden de confinamiento, se ven metidos en una ratonera sin salida. Muchos tratan de huir con el autobús, y burlar la orden de confinamiento. Otros, se sienten atrapados en la miseria más cruda. Su confinamiento no tan solo es imposible, también inhumano.

Ni sus inquilinos, que pagan un alquiler por vivir en este insalubre lugar, saben cuánta gente vive allí. «Quizás treinta, es que no los conozco a todos», responde Magne Kane, un joven senegalés que tras cruzar el desierto del Sáhara y jugarse la vida en el Mediterráneo, lleva dos años dando tumbos por la España agrícola. «Empiezo en Huelva, en Lepe, luego subo a Lleida, después me iré a Alicante, para la vendimia y vuelta a empezar», señala. Pero este año el joven, sin papeles, no ha encontrado trabajo en el Segrià. «Llevo tres meses aquí, sin nada». Y cuando dice aquí, no solo se refiere a Lleida. También a una insalubre vivienda, que sorprende en pleno centro económico de la ciudad.

Nueve estancias tiene la casa. En la primera, el recibidor, ayer aún dormían tres personas. La segunda, una sala, con una cama de matrimonio y otra individual. En el suelo, un microondas destartalado y varios utensilios de cocina sucios. Agua corriente no hay. Una manguera conecta la cañería de la calle con un depósito, ubicado en medio de la escalera, que chorrea constantemente. De allí varios chicos rellenan sus botellas para no deshidratarse.

Sin dinero para el bus

La tercera habitación cuenta con seis camas endosadas. A las doce del mediodía reposaban dos hombres, todos africanos. «Aquí un blanco no se encierra, pero un negro? es lo que hay, es lo que nos ha tocado en este país», responde cabizbajo Magne. ¿Estás preparado para confinarte aquí durante estos días?»No, no lo estoy. Quiero es irme de aquí pero no tengo dinero para pagarme el autobús», dice.

Se calcula que en Lleida hay menos de un centenar de hombres que duermen en la calle. 300, como máximo, duermen en el pabellón instalado por el Ayuntamiento, que mañana abrirá una carpa para que se puedan confinar durante el día. «Pero la mayoría de los que han venido por la campaña de la fruta están en pisos amontonados, por esto estamos todo el día en la calle, porque eso un infierno», confirma Modu, otro temporero sin trabajo que merodea por el centro histórico de Lleida. ¿Cuántas personas están viviendo en estas condiciones? «No lo sabemos, son los más invisibles de todos, pero creemos que son la inmensa mayoría», explican trabajadores del pabellón.

Esta escena, la del hacinamiento o la de la vivienda más que insalubre, no solo ocurre en la capital del Segrià. En Aitona, un grupo de hombres sigue viviendo en una granja abandonada, en condiciones más que lamentables. La diferencia es que en este pueblo hace dos días que varios agentes cívicos y un agente de seguridad rastrean las calles. «Nos dicen que no podemos estar aquí, que nos vayamos, y yo les digo, ¿dónde me voy?, quieren que nos encerremos en la granja, como si no fuéramos personas», se queja Alí, otro joven sinpapeles que no ha encontrado empleo en el campo y que también suplica dinero para poderse pagar un billete de vuelta a su sitio habitual de residencia.

Mamadou, en cambio, sí que ha logrado el billete de vuelta a casa. Lo dice con una sonrisa de oreja a oreja, sosteniendo una manta, una bolsa con ropa, y otra mochila en la espalda. Los que se van, pueden propagar aún más el coronavirus. Y los que se quedan, vivirán en un infierno que pocos podrían soportar.