El coronavirus ha explotado con una potencia inédita en la India, estimulado por su precario sistema sanitario, los mejorables usos higiénicos y la criminal ineptitud de sus autoridades. La India registró el domingo 352.000 casos nuevos y 2.812 muertes, el séptimo récord consecutivo diario, que empujó el acumulado hasta los 17,3 millones contagios y 195.123 fallecidos. Los expertos opinan que la factura es mucho más alta porque la segunda ola, con dimensiones de tsunami, ha devastado los recursos del país, incluidos los mecanismos de contabilidad. La prensa local habla de muertos a las puertas de hospitales que han dejado de admitir a pacientes por falta de camas, oxígeno o ambos.

Los camiones llegan en ocasiones al hospital cuando la esperanza ya languidece. En otras no media el milagro. La crisis ha empujado a la población a un mercado negro que ofrece de todo pero a precios para pocos. El acaparamiento no responde sólo a las carencias presentes sino a la certeza de las futuras por el pertinaz incumplimiento de las promesas gubernamentales. «La acumulación de medicinas y oxígeno en los hogares está disparando el pánico y creando las carencias en los hospitales», alerta Randeep Guleria, director del Instituto de Ciencias Médicas.

Mientras, el Gobierno de Narendra Modi lidia con el descrédito por una gestión a contrapelo en la eficacia asiática. Aprobó un confinamiento nacional al arreciar la primera ola que hubo de levantar cuando el hambre se reveló más mortífera que el virus, confió en que la población mantendría la mortalidad en magnitudes asumibles y abrazó el triunfalismo cuando los contagios cayeron. Pero la vacunación masiva se ha ralentizado: las 4,5 millones de dosis diarias se han reducido a la mitad.