La ciudad de las damas

Poesía gastronómica

"La Navidad es la época de los buenos deseos, los regalos, la lotería, y también del buen comer en cantidad y en calidad. De llenarnos la panza como si no hubiera un mañana, de cargar las mesas de alimentos, que ya no parecen ser tales, porque pasan a ser gratificaciones, caprichos hedonistas que rozan el empacho"

Cena de Navidad.

Cena de Navidad. / SHUTTERSTOCK

Mar Vicent

La Navidad es la época de los buenos deseos, los regalos, la lotería, y también del buen comer en cantidad y en calidad. De llenarnos la panza como si no hubiera un mañana, de cargar las mesas de alimentos, que ya no parecen ser tales, porque pasan a ser gratificaciones, caprichos hedonistas que rozan el empacho, pulverizando momentáneamente cualquier pretensión de dieta sana. Nos los permitimos porque sabemos que solo durará un período limitado de tiempo ya que en caso contrario reventaríamos o nos arruinaríamos.

Las comidas además no solo se producen en el interior de los hogares como la mayoría de los días del resto del año. Es por excelencia época de comidas fuera de casa, de citas gastronómicas para comer y beber. Almuerzos de empresa, comidas de amigas, meriendas de colegio, cenas con el club deportivo, con la gente del gimnasio, de la banda de música o del club de lectura. Da igual la compañía, pero el motivo de la cita es inevitable. Comer y beber hasta límites insospechados.

En respuesta a esta demanda desorbitada se produce también una pelea titánica en el sector de la restauración para conseguir el mayor número de comensales, con estrategias comerciales que pretendiendo ser atrayentes y seductoras, confunden un poco al personal. 

Así, los menús ofrecen platos que suenan bien en el oído, pero no dan pistas que indiquen si se comerán con cuchara, tenedor, palillos o con pajita. Es lo que sucede, cuando poseyendo una cultura gastronómica media, se ha de elegir entre un cubalibre de foie gras, de Quique Dacosta o unas aceitunas líquidas de Ferran Adriá. Grave problema para los afortunados que pisen sus comedores.

Sin osar opinar de instancias tan altas del cielo culinario de este país, quedándose en nuestra propia ciudad, se pueden encontrar ofertas de carrilladas con parmentier de boniato trompeta negra y su demiglacé que no aclara si es la ternera o el boniato el que toca la trompeta. A la contra, hay quien describe su plato principal como merluza que se muerde la cola con suquet de rap que ya da muchas más pistas de por dónde van los tiros. 

En cualquier caso, todo debe estar buenísimo, y lo que se persigue es motivar la comanda para que resulte más atractiva. Y es que no tiene nada que ver pedirse un medallón de papa horneado con emulsión de aceite, ajo y cítricos que encargar unas patatas con alioli de toda la vida. O un bombón de bechamel envuelto en tempura de pan hidrolizado, como aparecen en algunos menús las sufridas croquetas de siempre. Son intentos imaginativos de renovación de los nombres de los platos clásicos pero insustituibles para que no pierdan su atractivo revistiéndolos de cierta capa de modernidad que les permita seguir manteniendo su encanto y poder de atracción. 

Se trata de mantener el justo equilibrio entre tradición y renovación, valorando la clásica ropavieja de nombre inadecuado, pero sabor inmejorable y el coulant de chocolate que te hace tocar el cielo. O una buena tortilla de patata (ahora llamada en ocasiones semicuajo de campero con secreto de cebolla y patata pochada) que no tiene nada que envidiar a los revolucionarios y selectos chupa-chups de codorniz de algún restaurante de infinitas estrellas.  

El nombre del plato debería facilitar suficiente información para realizar la elección adecuada, más teniendo en cuenta el coste que supondrá, aunque se pueda dar cierta cabida a la imaginación. Es un rasgo de esta cocina que no persigue la supervivencia, sino que es otra forma de cultura, uno de los placeres que los seres humanos disfrutan cuando tienen suerte y oportunidad.

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