El matador de toros Andrés Roca Rey se ha convertido por méritos propios en el verdadero protagonista de la pasada campaña, en la que ha demostrado su mando en plaza con un toreo arrollador que ha contado, además, con la respuesta de los públicos, que han llenado los tendidos las tardes en que el limeño comparecía en las ferias. De norte a sur, de este a oeste, no ha habido coso que no haya aclamado al joven diestro y su forma de entender e interpretar el toreo. El peruano lidera una generación de jóvenes toreros que está llamada a relanzar una actividad artística que camina hacia la irrelevancia social y que ha conseguido rescatar del anonimato con sus sonados triunfos, que han ocupado de nuevo un lugar destacado en las informaciones de los principales medios de comunicación nacionales e internacionales.

El panorama taurino permanece inalterado a los ojos del espectador ocasional desde hace más de una década. Cualquiera que eche un vistazo de tanto en cuanto a la cartelería de las principales ferias españolas advertirá una monótona continuidad en los planteamientos artísticos y empresariales. Los protagonistas de antaño lo son hogaño; las variaciones brillan por su ausencia y los alicientes resultan escasos para revitalizar un sector autocomplaciente y endogámico, que no sabe cómo gestionar el inmenso caudal recibido más allá del tópico castizo y la protesta seriada, ahora agravada por la polémica eterna entre los que se ponen delante del toro y se juegan que les parta el alma y los que manejan los hilos del negocio desde la comodidad, siempre insatisfecha, de sus despachos y sus extravagantes ocurrencias.

El torero limeño ha conseguido cambiar las tornas y abrir un umbral de esperanza en el incierto futuro de la tauromaquia del siglo XXI gracias a su bendita locura, encajado entre los pitones de sus oponentes, pisándoles los terrenos sin pestañear, traspasando todas las fronteras de la lógica y entrando en ese terreno pantanoso, donde el mínimo fallo o la menor duda te mete en el hule. Ése en el que parece sentirse tan a gusto y que, de momento, no parece hacer mella en su ánimo indomable con aires de potro salvaje. Señaladas han sido sus actuaciones en plazas de la importancia de Valencia, donde ha sido la única figura que ha dado la barba en nuestras dos ferias, Fallas y Julio, y en las que ha vuelto a salir en hombros por la puerta grande, mientras otros se han conformado con pasearse por sus dominios en san José y dejar de pagar su eterna deuda con la afición valenciana por san Jaime por temor a que le bajaran su, por otra parte, merecido caché. Cuestión de prioridades.

Pero donde verdaderamente trazó Roca la línea que le ha distanciado del resto fue en Madrid, donde demostró que es capaz de hacer girar las manecillas del reloj en sentido contrario a la lógica imperante en el escalafón de matadores y cambiarle el signo a una tarde que transitaba entre bostezos y medianías; rara y cara virtud al alcance de los elegidos. Su faena al sexto de Victoriano del Río fue lo mejor de su apuesta venteña; inverosímiles los parones que aguantó a su astifino oponente y los naturales, que brotaron de sus muñecas con la rotundidad a la que nos tiene felizmente acostumbrados, y el estoconazo con que culminó su obra. Tremendo. En Pamplona pisó definitivamente el acelerador la tarde de la despedida de Padilla, con dos arrolladoras actuaciones que le valieron un total de cuatro orejas. Desde entonces, ningún torero pudo aguantar el ritmo impuesto por el limeño, que ha arrolló como un ciclón todo cuanto le salía al paso. Julio, agosto y septiembre han sido los meses en que el peruano ha impuesto la ley del más fuerte, con una mentalidad a prueba de desafios, tras un primer tercio de la temporada en la que pareció perder fuelle en la cita clave de su Sevilla, su ciudad taurina de adopción y el principal feudo que todavía se le resiste, en cuanto a lo que hace referencia a abrir la puerta del Príncipe, una de sus retos que todavía no ha cumplido.

El paso del cóndor

El pasado 19 de septiembre se cumplieron tres años desde que el cóndor peruano tomara la alternativa en la ciudad francesa de Nimes. Desde entonces su progresión artística ha discurrido paralela a su ambición por recorrer el camino hacia la cumbre del toreo con una velocidad y solidez sorprendentes en un diestro tan joven. Las cornadas y los sinsabores que acompañan a esta profesión no solo no han hecho mella en su ánimo, sino que han espoleado a este nuevo ídolo de los aficionados más jóvenes, que están llegando a la fiesta de los toros de la mano del limeño. Tres cuartas partes del éxito de Roca Rey están fundadas en su capacidad para sobreponerse al miedo, superar cornadas, fracasos y -pese a todo- seguir creciendo en su afán de cumbre. Lo que da siempre le parece menos de lo que recibe. Esa es la clave, el método de su aparente locura: afrontar las dificultades sin inmutarse porque los logros tienen un valor mayor, incalculable. Si observamos detenidamente sus actuaciones en el ruedo siempre se cumple esta máxima. Su ambición desmedida es consecuencia de lo que atesora. Quiere y necesita más. Su apetito es insaciable. Tiene ese hambre de perro famélico dispuesto a devorarlo todo con tal de cumplir sus objetivos. Esa actitud es lo que lo ha hecho imparable y diferente al resto.

Otros toreros que apuntaban tan alto como él se han quedado parados en el camino, sin ideas, sin rumbo; con la urgencia de recuperar el tiempo perdido. Así es la tauromaquia, tan denostada como desconocida. Quien haya traspasado la frontera del ruedo y conocido al joven diestro en su intimidad ha experimentado cómo se despoja de sus ropas mortales para meterse en el terno que ha de darle la gloria. Una y mil veces.