Levanto la vista del teclado esta noche y lo veo como tantas. Ventura Melià martillea el teclado del ordenador con la misma vehemencia de sus palabras. Lo veo rascarse con fuerza la cabeza como masajeando las ideas. Lo veo levantar ahora mismo el teléfono y tratar con toda la crudeza que un político se merece a uno de aquellos de cuando el PP mandaba mucho y parecía un régimen vitalicio. «Tú, González (es un decir), qué está pasando con tal proyecto». Directo y sin adornos, con voz perfectamente audible a bastantes metros de distancia. Uno sentía sin verlo cómo el interlocutor se arrugaba al otro lado del teléfono y pensaba que quizá lo de aceptar el cargo no había sido tan sabia decisión.

Lo veo entrar en la redacción con una caja repleta de fotos viejas y cuadernos de notas. Entre ellos, los rescoldos caligrafiados de una entrevista perdida en el tiempo con Milos Forman en uno de los festivales que pudo frecuentar en los últimos años dorados del periodismo. Ahora extrae una foto al lado de su admirado Imre Kertész. La siguiente es del pub de Praga donde conoció a Bohumil Hrabal. Como de una chistera mágica, enseña ahora la foto en blanco y negro de Daniel Craig, el último agente 007, durante un breve paso juvenil por València a cuenta de aquellos proyectos shakesperianos de Conejero: aquella historia, como otras, que nadie creíamos y que resultó ser verídica. Esta sí.

Ventura Melià (lo de Rafa no le gustaba nada y el jovenzuelo que se atreviera podía salir corneado) era un desvergonzado, en el sentido estricto de la palabra, uno de esos seres que cruzan el mundo con la fortuna de no haberse empequeñecido jamás ni por su estampa ni por sus actos. Lenguaraz y atrevido. Lo veías en su manera de vestir, hablar y escribir, que provocó más de un dolor de muelas a un editor del diario. Claro que había algo de pose, pero es sabido que el poeta es un fingidor. Y Ventura era sobre todo poeta.

Ventura era un ser exagerado, sin una exagerada vida real, pero con el porte aristocrático de una cultura arrolladora como caída por herencia: entre Hemingway y un príncipe italiano de sonoro apellido en un palacio decadente. Así le gustaba verse en el espejo, que a veces devolvía una imagen deformada. La generación de los grandes americanos nos acercó: él más del viejo lobo de mar; yo, de Dos Passos, pero sin despecho mutuo. Recuerdo el orgullo de prestarle para la exposición de Hemingway que comisarió en la Beneficència una vieja edición de Años inolvidables encontrada por la perseverancia de la juventud en una librería de viejo. Aquellas conversaciones acababan casi siempre en la historia de Robles, el traductor y amigo de Dos Passos cuya desaparición en València durante la Guerra Civil provocó la ruptura entre los dos gigantes.

Ventura era un solitario soñador al que nunca oí hablar de soledad. Como en Léolo, creo que los sueños lo devolvían a la Tierra y lo ataban a la vida. Como a todos los solitarios, le gustaban los restaurantes de los grandes museos: esos lugares donde además de parecer que el tiempo se detiene entre belleza, el viajero siente menos la soledad convertido en un visitante más. Ventura podía hacer una lista de los mejores de Europa y no fallaba.

Supongo que escribo esta noche porque tengo el poco meritorio honor de ser de esta redacción de 2020 del periódico quien más tiempo pasó al otro lado de una mesa compartida con Ventura. También porque fui uno de los elegidos. Uno de los que, para lo bueno y para lo malo, éramos a los que diariamente regalaba singulares narraciones de su pasado, presente y futuro, argumentos de novelas que estaba empezando y que imagino que hoy llenarán cajones de su casa vacía. Lo veo sentado en el sofá, anotando mentalmente la última escena de la película que estaba viendo. Lo veo ahora soltar una de sus carcajadas tumbaparedes ante el final que un pérfido guionista había escrito para un protagonista siempre fiel a sí mismo.