¿Qué iba a ser yo en el concierto de Rosalía”, me preguntaba un rato antes de que este sucediera el pasado sábado por la noche en el ciclo Nits a la Marina. Yo iba a ser -soy- un cuarentañero educado musicalmente en un mundo en el que éramos capaces de quedarnos mirando la escayola del techo durante tres cuartos de hora mientras escuchábamos un disco; un mundo en el que abrazábamos el orden natural de las etiquetas y aceptábamos la evolución de los géneros y en el que defendíamos las intransigencias hasta con orgullo. Un mundo que Rosalía -como hacen otros artistas de su generación y como antes hicieron otros artistas de otras generaciones- se está encargando de transformar, no sé si en un algo mejor o peor pero sí en algo diferente.

¿Qué hago yo aquí?, me insistía mientras esperaba que dieran las diez de la noche rodeado de gente que se parecía poco a las personas con las que suelo compartir mis inquietudes musicales. Niños, familias, gente joven y gente que le gustaría serlo, gente bien y regular. Y sobre todo, gente alegre y totalmente ajena a esos gestos de trascendente seriedad, vanidosa ironía, pasión infantil o comportamiento desencajado con los que los algunos solíamos -y, a veces, aún solemos- afrontar los conciertos. Yo dudaba y ellos parecían estar bien seguros de que este iba a ser el mejor momento de su vida y que después vendrían muchos más, así que se lo tomaban con un entusiasmo natural que transmitían en el vestir, en el besarse y en el tocarse, en el hacer colas kilométricas para entrar, en el esperar a que el concierto empezara o incluso en el desmayarse porque la espera y el calor se hacían insoportables.

Y mientras me hacía estas y otras preguntas que no iban a llegar a ningún otro sitio que al tercer párrafo de esta crónica, las luces se fueron atenuando, un unánime murmullo lleno de nerviosismo retronó, los altavoces transmitieron el rugido de un motor y Rosalía se hizo carne ataviada de azul y negro, con botas altas y trenzas larguísimas que un rato después ella misma se cortaría. Vestida así, con el ímpetu con el que canta y baila, con el convencimiento con el que afronta su causa, tiene algo de heroína mitológica del pop, la Rosalía. “¿Chica qué dices?”, proclamó nada más salir al escenario. “Saoko, papi, saoko”, le respondieron sus huestes, dispuestas a entrar en batalla.

El ataque musical de Rosalía es impetuoso y diagonal, como “Motomami”, el disco que sostiene la mayor parte del repertorio de esta gira. Como en el álbum, y como canta en “Saoko”, la artista se va transformando sobre un escenario austero y sencillo, concebido para que ella sea lo único importante, la única referencia, dominando a base de imágenes tomadas con la “steadycam” y a dentelladas de reguetón litúrgico (la “Candy” que llega a continuación), de electrónica básica (la “Bizcochito” de después) o de bachata sinuosa (“La fama” con la que remata el inicio del espectáculo).

“Dolerme” es una joya pop que la Rosalía publicó allá por los tiempos pandémicos y que la artista encaró el sábado a solas con su voz y una guitarra eléctrica. “Estic molt contenta de estar aquí”, dijo en perfecto valenciano la estrella internacional, para dedicarle a continuación el concierto a las no más de 150 personas que cinco años atrás fueron a verla a Las Naves y a las 16.000 que estaban viéndola allí en ese momento. “De tot cor, moltes gràcies”. Ató “Dolerme” con el tramo más flamenco de su concierto, el de “Bulerías”, “De aquí no sales”, “Motomami”, “G3 N15”, “Linda”, “Diablo” o “Pienso en tu mirá”. Flamenco latinizado, procesado, robótico, impuro, pero flamenco al fin y al cabo, que combinó a la perfección con la calentura y voluptuosidad de “La noche de anoche” o una “Hentai” estremecedora que interpretó sentada al piano.

Rosalía es poderosa, Rosalía tiene poder, pero también baja del escenario y se acerca a sus fieles, casi se deja tocar, les pregunta de dónde vienen y les acerca el micrófono para que canten con ella. Lo dicho, sin músicos sobre el escenario y flanqueada por un cuerpo de baile pretoriano, ella es la estrella absoluta de un espectáculo que domina porque hoy hay pocas artistas con su imagen y trascendencia, pero también sabe revelarse inocente y agradecida por el querer de los demás. Es algo que queda patente tanto cuando se amorra a un brick de horchata y casi se lo bebe de un trago entre ovaciones, cuando se seca el sudor con la toalla y la lanza al público como si fuera Elvis y cuando se enfunda una bata de cola enorme e interpreta “De plata” con rabia rockera, aferrada al micrófono como si su vida -y la nuestra- se fuera en ello.

Éste fue el momento cumbre de una noche que quizá se fue deslavazando un poco mientras se acercaba al final, que volvió a tener momentos gloriosos en sus interpretaciones más sencillas -la “Malamente” precedida de unos fantásticos sintetizadores ochenteros, ese bolerazo que es “Delirio de grandeza”, esa frágil “Sakura”- pero también algún tramo trotón y demasiado evidente. La “Cuuuuute” con la que finalizó su actuación -abrupta y delicada, llena de giros, mística y festiva- quedó como un buen resumen final de todo lo que vivimos durante algo más de hora y media de concierto.