Cantar al borde del infarto

El inclasificable Capullo de Jerez cierra el primer festival de otoño "Panorama Flamenco" en la sala 16 Toneladas de València con una auténtica fiesta flamenca

El Capullo de Jerez.

El Capullo de Jerez. / Levante-EMV

Jaime Roch

Jaime Roch

Miguel Flores "Capullo de Jerez" es un cantaor felizmente fuera de todo catálogo. No entra en los marcos de la definición del flamenco clásico pese a llevar medio siglo en activo encima de los escenarios. Su personalidad se construye alrededor de su evocación, sin recurrir a artificios profesionales. Ni sentimentales.

El sábado por la noche, en la sala de fiestas 16 Toneladas de València, arrebató a sus gentes con una rumba infinita y su flamenco quedará para siempre clavado como una daga en los abigarrados adentros de la memoria. Y todo ello a sus 69 años. Sin parar. Sin descansar. Casi sin fin. Un auténtico portento de cantaor.

Porque Capullo es un músico fascinante tanto por dentro como por fuera. Tanto en su perspectiva, su lucidez, su honestidad y su singularidad. Absolutamente todo confirma su misterio.

Pero, ¿qué es el misterio del flamenco? La tensión física y emocional de su cante. El respeto de los músicos que le acompañan. El apasionamiento con el que le recibió el público: "Es el mejor", aseguraba a su familia un señor de unos sesenta años que no dejó de entusiasmarme con los temas.

Esa emoción, que también fascinó a niños de cinco años que estaban en la primera fila junto a sus padres, estaba producido por el misterio. Ese flamenco que ocurre de verdad en el interior de cada uno. Que nace dentro del corazón, a veces falto de conocimiento, pero con la potencia suficiente para estallar inmediatamente dentro de la gente.

El cante de Capullo es un instante de necesidad en el que no interviene la voluntad. Es un trance. Es casi imprevisible, inconsciente. Es inmortal porque soporta su propio misterio, el brutal enigma que traslada encima del escenario.

El Capullo de Jerez canta al borde del infarto. Al borde del colapso. Como si pusiera la vida en juego. Como si cantara porque no le basta con vivir. Como si se hubiera desgarrado los pies en pleno invierno europeo porque no paró de moverlos durante su actuación. Por eso, en cada canción te arrancaba un jirón del corazón. Porque cantar, para él, es una forma de vivir, de expresarse, de reconocerse en la forma de ser, de conocerse.

Aparentemente, solo era un chaval de posguerra, crecido en un barrio más popular que obrero: el barrio de Santiago de Jerez de la Frontera, una capital del arte. Donde también nació el maestro Rafael de Paula. Esa geografía sentimental, asociada a una tradición de cultura popular y un determinado retablo humano, ha sido constitutiva de su relato biográfico y su memoria flamenca: Terremoto, Tío Borrico, la Paquera de Jerez, Manuel 'Agujetas de Jerez'…

El cénit de su cante

Cuando Capullo llegaba al cénit de su cante, la mirada quedaba fija, las cejas se abrían como libros y los párpados se levantaban dentro de una cara de delirio hasta alcanzar toda la profundidad de su éxtasis. Conforme avanzaba el concierto, ese momento se hacía más prologando, más carnoso, más tangible, de una majestad más salvaje. Porque no era otra cosa que una escalada hasta lo más alto de los sentidos.

Todo el concierto, de una hora y media aproximadamente, fue una auténtica fiesta flamenca. No hubo parón entre canción y canción. Fue una rumba seguida en la que no faltaron temas como Soy gitano de Camarón de la Isla, Asomada a mi balcón de La Tana o Me duele, me duele de Marina Heredia. Tampoco faltaron sus canciones más conocidas como Son de lunares o la Culpa no la tuve yo o el himno del Real Madrid hecho bulerías que tanta pasión desató entre sus partidarios más acérrimos.

Los fandangos finales, sin mayor acompañamiento que la guitarra, también hicieron las delicias del público. Y es que el Capullo de Jerez había salido de esas grutas jerezanas llenas de leyenda para enamorar, otra vez, en València.  

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