Fuera de compás

La cara oculta del arcoíris

La cara oculta del arcoíris

La cara oculta del arcoíris / Elena Martínez

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Hace unos días se cumplieron 50 años de la publicación de «The Dark Side Of The Moon», el disco de Pink Floyd que ha vendido más de 55 millones de copias y que permaneció durante 19 años en las listas de éxitos. Con estas cifras comprenderán que se trata de un hito de la cultura popular moderna y de un objeto súper reconocible incluso para los no iniciados, gracias a su icónica portada negra con un prisma que descompone un rayo de luz en los colores del arcoíris. Se han escrito ríos de tinta sobre la obra cumbre de la banda británica, y más durante esta temporada, así que no seré yo quien les de la enésima turra sobre el asunto. Lo que yo les ofrezco en esta columna es una actividad inmersiva, tan de moda últimamente, durante la que vivirán una experiencia inquietante y fascinante a la vez a través de la escucha del susodicho artefacto en combinación con el visionado de El Mago de Oz, de Victor Fleming.

Flipen. Resulta que al combinar el consumo de estas dos obras maestras (y sospecho que de algo más) se generan ciertos momentos de sincronía, casual según la banda, entre el disco y la película. Yo lo comprobé y les cuento. Lo primero, hay que bajarle el volumen a la tele y reproducir el disco justo cuando el león de la Metro ruge por tercera vez. Sujétame el cremaet. Dale.

Se escuchan voces y risotadas de gente abolladita. «Speak to me» da un poco de susto, pero adorna muy bien los títulos de créditos. «Breathe» va pasando junto a la peli, que tampoco recuerdo muy bien de qué va, cuando de repente, Dorothy, haciendo la tonta sobre una valla, cae sobre un montón de paja justo cuando suena el primer acorde de «On the Run». Ojo, parece que hay revuelo en la pantalla y en los altavoces, y luego ella se pone a mirar al cielo mientras canta «Over the Rainbow» y suenan como helicópteros. Todo raruno, algo incómodo, pero bien. Me hago otro cremaet que, por no tener mechero en casa, es en realidad un carajillo reventado de ron. Y van tres. De repente aparece una señora en bicicleta en el mismo momento en que suenan los despertadores de «Time». Alerta. Luego, la niña se pone farruca con la vieja por no sé qué de un perrete y se escapa de casa.

Yo, entre el ron, el antihistamínico para la alergia, y que aquello es un padecimiento, pego una becadita, pero me recupero justo cuando Clare Torry se desgañita sublime en «The Great Gig In The Sky», que ambienta maravillosamente bien el vuelo de la casa durante el tornado. De repente, la muchacha abre la puerta, suenan las cajas registradoras de «Money» y aquello cobra colorazo. El bajo de Waters acompasa clavadito un travelling de cámara demasiado lento para mí, que me quedo completamente inconsciente en el sofá.

Me despertó un latido de corazón tan fuerte que me creí que me estaba dando un jamacuco, pero era el final de «Eclipse». Acabó el disco. En la pantalla, los protagonistas acercan sus cabezas al pecho del Hombre de Hojalata. Yo he tenido una pesadilla horrible en la que mi dentista era un espantapájaros que me decía que no me ponía anestesia porque ya venía arregladito de casa. Me acercaba el taladro y yo quería gritar, pero al abrir la boca me salían solos de saxofón. Me escapaba rodando en mi Vespa a toda velocidad por un carril bici amarillo, pero la alcaldesa de València, que era una bruja bigotuda con la cara verde, me enviaba a sus monos alados para freírme a multas. Al final atropellaba a un hombre disfrazado de Pikachu en la puerta de un Mestalla hecho de esmeraldas. Qué cosa más desagradable. Se me ocurre comprarme unas zapatillas para ver si se me pasa el disgusto. No sé qué me habrá dado, pero tienen que ser unas Gazelle rojas.