Fuera de compás

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Todas las fotos del Festival de Les Arts

Todas las fotos del Festival de Les Arts / Germán Caballero

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Ya llega el verano, como cantaba Bruno Lomas, y con él una realidad incómoda contra la que, últimamente, se han alzado voces críticas, inteligentes y llenas de razón: los macrofestivales de música. Llegó la hora de analizar un fenómeno tan estival como las apocalípticas olas de calor, los mosquitos asesinos, las puñaladas por conseguir plantar la sombrilla a la orilla del mar o las carísimas escoletas que nos permiten cierta conciliación a costa de recortar cenas, copas y noches de hotel. Estos parques de bolas para adultos pudientes, campos de concentración para indies de temporada o gigabotellones en los que lo de menos es la música que emana de carteles fotocopiados, han sido objeto de crítica de mentes preclaras como José Ignacio Lapido, músico de los 091, o Nando Cruz, periodista que acaba de publicar «Macrofestivales: El agujero negro de la música».

En su magnífico análisis, Cruz disecciona con detalle, datos inapelables y una cruel ironía, todas las facetas que presentan este tipo de saraos: su filosofía comercial de mimbres ultracapitalistas, los oscuros intereses y exigencias de las marcas patrocinadoras, las precarias condiciones laborales de sus trabajadores, la homogeneización de los carteles, la modificación de las sensibilidades estilísticas de ciertos artistas para poder actuar o la inyección insostenible de dinero público de instituciones que quieren tener en su localidad la mejor verbena del territorio, en perjuicio de las salas que programan buenísimos conciertos durante el año.

Dicen que todo esto empezó hace ahora cincuenta y seis años, cerquita de San Francisco, con el Monterey International Pop Music Festival. Durante tres días de junio, los Byrds, Jefferson Airplane, Buffalo Springfield, Quicksilver Messenger Service, Otis Redding, Lou Rawls o los Grateful Dead tocaron sin cobrar un solo céntimo. La pasta recogida de las entradas fue donada a la caridad. Se iniciaba así el Verano del Amor en un ambiente de paz, respeto, armonía, libertad, y búsqueda del conocimiento personal a través del rock, el sexo, las drogas, las filosofías orientales y otras herramientas contraculturales. A diferencia del masificado y descontrolado Woodstock o el infierno violento de Altamont, Monterrey estuvo bendecido por las buenas vibraciones, pese al mal rollo que tuvieron los Who, en explosivo estado de gracia, con Jimi Hendrix para ver quién tenía la mala suerte de tocar después del otro. Bueno, y David Crosby, que así como era él, soltó una epatante perorata conspiracionista sobre el asesinato de Kennedy en medio de su actuación con McGuinn y compañía para, al día siguiente, sustituir a Neil Young en el concierto de los de Stephen Stills.

Aquello estuvo muy bien montado. Artistas y público gozaron de comodidades impensables hasta entonces: alojamiento, comida, servicios, posta sanitaria, transporte y seguridad. Hasta el novedoso equipo de sonido estuvo a la altura y la música se pudo escuchar como merecía. Echen un vistazo al cartel y díganme que no se les cae la ropa interior al suelo. Contemplen la película documental dirigida por Donn Alan Pennebaker y niéguenme que se les saltan las lágrimas viendo a Otis Redding convertido en un orgulloso dragón de púrpura majestuosa. Una fuerza de otro mundo gritando «¡ahora me tengo que marchar, pero no quiero irme!» justo seis meses antes de morir. Imposible cerrar la boca, alucinados ante el exótico virtuosismo de Ravi Shankar. Incomprensible no conmoverse ante el doloroso poderío sobrenatural de Janis Joplin en «Ball and chain». Innegable percatarse de que el mundo jamás iba a ser igual después de que Jimi Hendrix sacrificara su guitarra, su único amor verdadero y su principal razón de existir, en el fuego de su propia genialidad. Y, pese a todo lo que yo les cuente, todo lo que lean o vean, ninguna crónica del evento será tan maravillosa como la de Eric Burdon en su canción «Monterey», repleta de guiños sonoros y fascinantes imitaciones de los protagonistas de aquellas tres noches en las que nació una nueva religión a la que ahora escupen los impíos mercaderes.