Obituario

Un hombre de palabra

Fernando Delgado y Ximo Puig en la casa de Faura

Fernando Delgado y Ximo Puig en la casa de Faura / Levante-EMV

Ximo Puig

Ximo Puig

Una huella imborrable dejan muy pocas personas. Fernando Delgado fue, para mí, uno de esos elegidos. Tal vez él represente todo aquello que uno, alguna vez, soñó. Admiraba a Fernando cuando lo veía presentar aquellos Telediarios extraordinarios del fin de semana: su rostro sereno, su mirada franca, su credibilidad. O cuando la radio me devolvía su voz dulce y cadenciosa de las islas y su paciente oído de gran conversador, mientras él nos animaba a los oyentes a vivir, que son dos días. También me deslumbraban aquellos billetes de opinión publicados en este periódico, un faro de lucidez y valentía, de radicalidad democrática, cuando la noche empapaba a tantos columnistas de la prensa valenciana. A él no. Fernando nunca se puso de perfil. Por esa razón, aquella cena de 2015 fue para mí un punto de inflexión.

Mientras hablábamos de aquello que más nos unía –la pasión por los libros–, le pregunté si estaría dispuesto a formar parte de la candidatura que perseguía el cambio en la Comunitat Valenciana. Él, generoso como siempre, dio un paso adelante. Dijo sí. No tenía ninguna necesidad, pero dijo sí. Y poco después allí lo teníamos, como símbolo del día del cambio, presidiendo la Mesa de edad de las Corts. Hizo el discurso más memorable que se haya oído en circunstancias parecidas. Aquel día de junio, Fernando hizo una apasionada defensa de la palabra. De hablar después de haber pensado. Del diálogo entre distintos. De la palabra como manantial de luz. Recordó que muchas veces, como decía Fuster, callar es mentir –y eso vale para hoy–. Recordó el deber de cumplir con la palabra dada. Y lo decía Fernando, que cuando era pequeño aprendió en casa que «hombre de palabra» es el mejor elogio que alguien pueda recibir. Lo decía Fernando, que cuando era chico aprendió, viendo leer a su abuela, el inmenso poder que tienen las palabras para crear los mundos que abre la literatura. Él lo hizo en más de veinte libros. Las palabras que nos deja.

Ahora voy camino a Faura, a su casa, donde estará su querido Pedro. Temo ese momento. La casa ajetreada y a la vez muda. Sin esa presencia rotunda que irradiaba bondad, sencillez, inteligencia. Estuve allí, por última vez con él, una mañana soleada de otoño. Fue el último domingo de octubre. Aquel día, con sus perros correteando por el patio y Fernando demostrando que ni la enfermedad menoscababa su carisma, pensé que la vida hace regalos. Conocer a Fernando ha sido un regalo. Su ternura era un regalo. Su cariño constante era un regalo. El mejor de los regalos.

El teléfono no para de emitir mensajes. Todos me dicen lo que, por desgracia, ya sé. Que se nos ha muerto un amigo. Me salgo de esa catarata de dolor y rebusco, en el teléfono, el remanso que necesito. Allí parecen las fotos de aquella mañana de otoño. La cara feliz y bonachona de Fernando, con camisa roja y chaqueta azul. También sus últimos mensajes. «Ay, mi bendito Ximo. Cuánto te quiero. Qué enorme alegría. Con todo mi cariño». Leo y releo esas palabras hasta que la emoción se desborda. Porque se nos acaba de marchar Fernando. Y es inmensa la tristeza.

Que la vida iba en serio, como decía Gil de Biedma, uno lo descubre en estos instantes de dolor y pena. ¿Por qué no habré estado más con él? Es la pregunta inevitable en estos trances. Solo me consuela todo lo que nos ha enseñado y querido este maestro de la vida llamado Fernando Delgado. También me dibuja una leve sonrisa imaginármelos juntos, a los dos, allá arriba. A Fernando Delgado y a Francisco Brines. Mejor: Fernando y Paco, a secas. Hablando de libros. Saboreando un buen vino. Puliendo versos y novelas. Charlando y riendo. Y animándonos –siempre, pase lo que pase– a vivir, pues son dos días.