Crítica|Música

Dvořák y la Filarmónica Checa. Solera y excelencia

Un momento del concierto.

Un momento del concierto. / Live Music Valencia

Justo Romero

Justo Romero

TEMPORADA DE INVIERNO PALAU DE LA MÚSICA. Orquesta Filarmónica Checa. Semión Bichkov (director). Pablo Ferrández (violonchelo). Programa: Obras de Dvořák (En la naturaleza. Concierto para violonchelo y orquesta. Octava sinfonía). Lu­gar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1.700 espectadores. Fecha: Lunes, 4 marzo 2024

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Además de por su incontestable y universal calidad, la Orquesta Filarmónica Checa se ha distinguido siempre -desde su fundación en 1896- por ser baluarte de la mejor música checa y uno de los símbolos -no solo cultural- de la patria de Smetana, Dvořák, Janáček, Martinů y otros grandes de la historia de la música. El lunes recaló de nuevo en el Palau de la Música con un monográfico Dvořák, acompañada por el madrileño Pablo Ferrández (1991) como solista del concierto para violonchelo, y bajo la dirección de quien es su titular desde 2018, el petersburgués Semión Bichkov.

Fue un programa largo pero en absoluto tedioso, en el que el intenso lirismo romántico del creador de la Sinfonía del Nuevo Mundo, tan cargado de evocaciones folclóricas y de resonancias de la naturaleza, fue enaltecido por una Filarmónica Checa que desde su concierto inaugural -dirigido el 4 de enero de 1896 precisamente por Dvořák, con sus propias obras- es su mejor y más legítimo portavoz. Escuchar su música a la Filarmónica Checa es algo así como sentir la música de Falla a la Orquesta Nacional, la de Debussy a la Orquesta de París o Verdi a la de la Scala. Todos los grandes directores checos -y son verdaderamente muchos- han trabajado y hecho crecer su música en los atriles de la Filarmónica Checa.

Ahora, Semión Bichkov, desde el respeto a esa tradición y desde su propia categoría como una de las grandes batutas actuales, aborda este repertorio sin complejos, para aportar su propio sello e imaginación. El director ruso atiende sus perfiles más sinfónicos y opulentos, y apunta detalles propios que en absoluto desdibujan el discurso; puntadas que ornamentan y exhiben el preciosismo orquestal de una formación que se mueve en estas lides como pez en el agua. Desde la obra inicial, la bellísima y pastoral obertura En la naturaleza, escuchada en una versión mucho más inspiradora y acabada que la que interpretó en 2002 la misma orquesta en una gira con su entonces titular, Vladímir Ashkenazi, a la brillante y luminosa Octava sinfonía, orquesta y maestro lucieron sintonía y dominio de un repertorio sin fin, que por trillado no deja de fascinar y refascinar. La Orquesta lució su solera y mejor rango -esa clase que la llevó a estrenar en 1908, con carácter absoluto, la compleja Séptima sinfonía de Mahler bajo la dirección del mismo Mahler- en un sonido compacto y calibrado como un reloj suizo, cargado de tradición y orgullo. No solo en unas secciones de cuerdas que son referencia, con un concertino verdaderamente excepcional en sus solos y toda la noche, sino también en unos vientos equiparables a los mejores. Aplauso encendido a la flautista solista, que gestionó con destreza los comprometidos solos de la sinfonía, también para las trompas, que se lucieron en sus célebres trinos. Las trompetas rozaron la gloria en el comienzo a modo de fanfarria del cuarto movimiento.

Antes, entre la obertura y la sinfonía, se escuchó el rey de los conciertos para violonchelo, el compuesto por Dvořák en sus años neoyorquinos, pero estrenado en Londres, en 1896. Hace tiempo que Pablo Ferrández es un grande en el ámbito del violonchelo. Lo puso de manifiesto en el reto de afrontar el Concierto de Dvořák con la Filarmónica Checa, una orquesta con la que ya había grabado -nada menos que con Manfred Honeck y Anne-Sophie Mutter- el Doble concierto de Brahms. El madrileño cantó y contó las grandes melodías con fervor, efusión y pulcritud no emborronada por puntuales deslices, con momentos de tanta emotividad con el Adagio central, beneficiado del atento y estimulante acompañamiento de Bichkov y sus atriles. Respondió al bien ganado aplauso con un arreglo propio de Asturias de Albéniz. ¡El piano de Albéniz en las cuerdas de un violonchelo! Cosas veredes, amigo Sancho. Poco después, tras la pausa y la sinfonía, la larga noche se cerró definitivamente con otro “¡Viva Cartagena!”: la Quinta danza húngara de Brahms (el dios de Dvořák), dicha por los músicos checos y Bichkov con el marchamo de la máxima excelencia. La misma con la que Ferrández había tocado su particular y virtuosística “propina”.

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