Fuera de compás

Escribir contra el olvido

Simon and Garfunkel.

Simon and Garfunkel. / AP

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Frases duras y dolorosas como un gancho de Julio César Chávez en el hígado. Conceptos potentes y certeros como un derechazo de Rocky Marciano. La pasión, la rebeldía y el inconformismo de Muhammad Ali. Las ganas de luchar y la ferocidad de Mike Tyson. La tenacidad y la convicción de James Braddock. Armado con todo eso se presentó Alfons Cervera en la librería Primado para presentar su última novela, “El boxeador”, una estupenda obra oral y coral sobre las consecuencias de la derrota republicana frente al franquismo. Sobre la huida de un niño aterrorizado al exilio francés en medio de la noche y sobre su vuelta al pueblo siendo ya anciano. Sobre las humillaciones, las torturas, los asesinatos y otros padecimientos que sufrieron los que se quedaron a manos de los vencedores de la Guerra Civil. Fascistas que no trajeron la paz, sino la victoria, al son de sus sórdidas fanfarrias, sus himnos malditos y sus sangrientos estandartes con el beneplácito de la iglesia católica. Fulanos que gobernaron España durante 40 años y que tenían que haber acabado colgando de una soga como sus amigos nazis en Nuremberg.

Cómo encoge el corazón y despierta la conciencia escuchar hablar a este fantástico escritor, intelectual comprometido, activista civil y orgulloso militante antifascista al hilo de este episodio crepuscular de su ciclo literario de Los Yesares. Una obra de múltiples voces que recuerdan lo que significó perder la guerra y las atrocidades que vinieron después y quedaron impunes. Acciones que la incivilizada derecha heredera de aquel régimen está empeñada en que olvidemos, con su nauseabundo rechazo a las leyes de memoria histórica. Lo pasado, pasado está, que para eso ganamos la guerra.

Alfons Cervera escribe para recordarnos todo aquel horror. Para luchar contra la desmemoria, que sería la última y definitiva victoria de aquel régimen y sus nietos, con novelas militantes como esta, cuyo fino hilo conductor es la presencia ausente de un boxeador depositario de valores como orgullo de clase, valor, solidaridad, dignidad, capacidad de lucha y espíritu de sacrificio. El tipo que enseñaba a pelear a los chavales haciéndoles golpear un saco lleno de arena, un trozo de tela que acabará convertido, décadas después, en bandera de resistencia antifascista bajo la que generaciones jóvenes, como la del personaje Lola, podrán continuar la lucha de sus mayores.

Gran aficionado a la música rock y fanático de los Clash, los punks rojos, Cervera hace sonar en su novela la canción “The Boxer”, de Simon and Garfunkel. En ella, Paul Simon asume la voz de un hombre cuya historia, como la de Román en la novela, comienza por dejar atrás, de niño, su casa y sus amigos para adentrarse en un mundo extraño, buscando trabajo para ganar el futuro sin perder el recuerdo de quién y por qué lo obligó a huir. Como el boxeador que no olvida cada guante que lo tumbó y lo hirió para su ira y su vergüenza, lo mismo en Nueva York que en Los Serranos.

El cantautor utilizó la metáfora del luchador para escribir un himno para los desheredados, los olvidados por el sistema capitalista, las víctimas de la deshumanización, los exiliados interiores que recibían golpes sin parar pero que nunca se doblegaban, que mantenían la integridad, la dignidad, la conciencia y la memoria. La carga autobiográfica es evidente, ya que él mismo era vapuleado por la crítica musical de entonces y presionado por su propia compañía de discos, que le exigía un melocotonazo. Harto de la hipocresía de los medios y de las relaciones contractuales, Simon compuso una melodía inmortal con un legendario estribillo vacío de contenido y un explosivo golpe de caja grabado en los ascensores de la Columbia, su disquera de la Séptima Avenida, justo donde las prostitutas tientan al chico de la canción, que acaba sucumbiendo harto de abandono y soledad. Qué casualidad.

Emmylou Harris hizo una soberbia versión del tema, plenamente acústica y llena de armonías camperas, con un banjo omnipresente y su voz aguda y sobrecogedora. Joan Baez la cantó, y la hizo completamente suya, tan pura, tan sencilla, tan folk, tan de campamento. Bob Dylan también le metió mano, con toda su mala sombra, en aquella doble broma cínica y desganada titulada “Self portrait”. Una versión llena de injusto sarcasmo que, al contrario de lo que cuenta Cervera en sus novelas, no merece ser recordada en absoluto.