El mausoleo de Manuel Granero es uno y varía a través de los años. Bajo el sonido de las chicharras y el violento aroma de las hierbas silvestres del Cementerio General de València, el panteón aparece diferente en las diversas horas del día. También se nos muestra con distintos aspectos en las estaciones. Situado al lado de la Cruz del Cólera, en verano se levanta blanco en la ciudad blanca de València, en invierno vemos la escultura a través de una cortina de oscuridad y se levanta clara y diáfana a la vez. Pero siempre, allí, a sus pies, una honda tristeza empapa tus ojos.

Se trata de la escultura "Amor y consuelo" del artista valenciano José Arnal García que representa el altar de un torero, el mausoleo de Manuel Granero, quien este año ha cumplido cien años de su fallecimiento en las astas del toro "Pocapena", de la ganadería del Duque de Veragua. La obra quedó labrada en su taller de la calle Roteros, del barrio del Carmen, y se trasladó al terreno adquirido por su familia el 7 de mayo de 1926, en el cuarto aniversario de la tragedia. Sus restos salieron del panteón de los hermanos "Fabrilo" -primer nicho del torero- para descansar definitivamente bajo la blanca y fría piedra de mármol.

Ahí está la última huella del niño del barrio del Pilar que quiso ser violinista antes que torero, su lápida aguardada por las noches sin espíritus y las tardes sin memoria del Cementerio General de València. El mausoleo es fino, frágil y sensitivo. Lo dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias e incluso alguna nieve. También el aire digerido por los cipreses, que apenas dejan llegar el sol de la tarde, y la luz queda ya definitivamente amortajada por el día nublado, camino de la noche. Porque el tiempo maltrata la piedra como las rocas del farallón producen la agonía de una barca encallada por golpes de mar. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco, los recios pilares se van desviando, el tiempo marca en el muro una huella honda y se come la argamasa.

Detalle del mausoleo de Manuel Granero en el Cementerio General de València. M.M.

Hecho de mármol de Carrara, ese que nace en la Toscana, uno de los grandes clásicos de la arquitectura renacentista italiana. El más blanco y preciado de todos. El mismo del que se sirvió Michelangelo Buonarroti para hacer la Piedad del Vaticano o el David de la Galería de la Academia de Florencia.

Aunque el termómetro marcaba casi treinta grados a esa hora de la tarde y el calor borraba los perfiles de las lápidas hasta formar con todas las imágenes una pasta solar muy turbia que no dejaba distinguir a las personas, el impacto no era menor a sus pies. Un hombre parcialmente desnudo, triste, apto para una supervivencia soñada aunque poco probable, reclinado sobre las manos de los ángeles que, pese a la belleza, no le podrán quitar el dolorido sentir que proyecta: la despedida de un torero muerto en el ruedo que ya remonta a los cielos. Su cara es redonda y está afeitada pulcramente. Aunque no tienen aspecto de derrota, sus ojos quedan velados por la muerte, aunque parecen abstraídos por una profunda meditación.

La escultura es como un vagón a la insondable eternidad. Porque Manuel Granero es un torero que falleció una vez pero que merece nacer dos veces. Al final, la luz moría en una de las últimas tardes de octubre en el Cementerio General mientras una viuda miraba al vacío sin esperar ya nada. Al salir, un niño lloraba como si proclamara que la vida era hermosa. A pesar de todo.

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Los panteones más misteriosos del Cementerio General de València Germán Caballero