Joaquín Sabina abominaba del siglo XXI hace unos días en una entrevista en El Mundo con el poeta Antonio Lucas: "El siglo XXI me toca los cojones, no encuentro en él casi nada bueno. El Gobierno que tenemos, cómo se habla la gente entre sí, cómo se habla en la televisión... Todo es horrible", esputó sin aditivos ni conservantes.

Al rato de la conversación se retrajo de ese desprestigio: "Hay cosas que sí merecen la pena como el descubrimiento de Zelenski, la creación de la vacuna contra el coronavirus, el regreso de Lula al frente de Brasil y las 100 corridas de Morante de la Puebla", sentenció casi de la misma forma como Valle-Inclán se entusiasmó con el toreo de Juan Belmonte a mitad del siglo XX y, directamente, los primeros movimientos antitaurinos empezaron a doblarse.

Y es que probablemente Morante sea el mejor torero de lo que llevamos de siglo. Que ya es mucho decir. Así lo ha demostrado en su magnánima temporada de cien corridas de toros ininterrumpidas: su particular homenaje a Joselito El Gallo, el primer torero de la historia que superó las cien corridas en un año en las temporadas de 1915, 1916 y 1917.

En cada uno de esos cien festejos cabe su formidable evolución como torero. Una sabiduría pacientemente acumulada en el decurso de los largos 25 años para hacer esta temporada casi improbable hoy en día. El apasionamiento, el eco y la trascendencia de las tres grandiosas faenas instrumentadas en la Maestranza de Sevilla a sendos toros de Núñez del Cuvillo, Garcigrande y Hermanos García Jiménez justifican que su aura de torero de época está por encima de los triunfos para perdurar en la memoria. Y su faena en la Corrida Extraordinaria de la Beneficencia de Las Ventas, también.

Porque ver una gran faena de Morante en vivo y directo alguna vez en tu vida es un logro directamente comparable a colgar en tu casa los títulos universitarios, la fotografía de los niños o la de una audiencia con un rey.

Y precisamente este año, ya puedo colgar ese cuadro en mi imaginario. Bajo la dulzura del sol de septiembre, su toreo estalló de manera definitiva en Sevilla para alcanzar ¿quizá? su techo cósmico. Una revelación. Fue entrar en su territorio y sentir el abrazo de la locura toreo. Una lentitud compaginada con la perfección de su expresión y su valor desatado. Un acto de generosidad que nadie nunca jamás corrompería.

La torería, casi vaporosa, flotaba al albur de los vientos sobre el vivo Guadalquivir, como un presagio, como una bienvenida. La desnudez fraterna y devastada del cuerpo frente al animal. La frágil y efímera comunión entre ambos. Una faena que nuestros cuerpos y nuestras almas se empeñan en revivir, con una esperanza tenaz y carnal para volver a recuperar aquella emoción. Pero ninguno de nosotros, jamás, se habría atrevido a soñar algo así. Ninguno había estado lo suficientemente vivo como para arriesgarse a imaginar una faena de ese calibre. Y saboreé aquella oda de toreo tan lentamente como si la masticara. Porque el placer también es una patria.

Porque Morante torea como sintiéndose culpable de su propia nostalgia. Como si sacara la fuerza de la imagen juvenil de sí mismo, reconocida en la huella que deja su toreo. Sin germinar la semilla de ese miedo absolutamente monstruoso que diferencia a los mortales de los dioses.

El genio de la Puebla del Río ya ha descartado su presencia en la próxima Feria de Fallas tras su histórica temporada, en la que ha toreado en la plaza de toros de València hasta en dos ocasiones (y con alguna posibilidad de otras más). Pero él seguirá teniendo la última palabra. Como siempre.