La semana pasada, al salir de Las Ventas, traía el pensamiento de que el toreo es un universo de hechizos y emociones, un cuento de magia y heroísmo.

Y, efectivamente, ayer Morante de la Puebla logró comprimir todo ese mundo mágico en una sola faena que abrió de par en par el abismal cauce de su torería infinita. Y todo ello sobre la cima del vértigo como es la plaza de toros de Madrid.

Fue una faena inmóvil y solitaria que ya se abre paso en la ola del tiempo. Fue la duración de un instante enorme, diáfano, embelesado y memorioso. Con la luz cenicienta del recuerdo ardiente de otras tauromaquias, el genio de la Puebla del Río sentirá con más fuerza en lo más íntimo de sí el orgullo y la serena certidumbre de haber legado a quienes le sobrevivan un arma de felicidad y clarividencia como su faena al cuarto esa Beneficencia del 22.

En esa labor, el torero sevillano afianzó su cintura en un suspiro, como un quejido flamenco, abrió la puerta de su toreo y, en una baldosa, dibujó unos naturales sin perder el paso con reminiscencias faraónicas.

En cada uno de ellos, el cuerpo se hundía en la orilla del océano de su tauromaquia y el alma se perdía en cada final de muletazo para escarbar en la terca memoria. La suya y la de todos.

Desnudo, despojado de toda aprensión colérica, la geometría de sus formas se desplomaba como metal al fuego cuando se fundía con el toro con una verdad abrasadora. Lo mismo ocurrió con los ayudados por alto en el inicio y los derechazos en redondo de mitad de faena.

Porque su concepto de la naturalidad es esencial en la creación. A través de él se toma conciencia de la grandeza y el simbolismo de su toreo, prendado de una belleza singular.

Morante en un derechazo redondo. Rodrigo Jimenez

Porque ser de Morante es entender el valor de los símbolos que aspiran a sobrevivir al tiempo y eso, en pleno siglo XXI, en difícil de comprender. Pero para eso tenemos al genio de la Puebla del Río. Porque te lo demuestra, te lo enseña y te lo hace apreciar.

Cuando se perfiló en la suerte suprema, le golpearon en el pecho sus fantasmas pero se tiró tan a tumba abierta que recibió un pitonazo a la altura del corazón. Ahí se dejó esa salida por la puerta grande de Las Ventas que tanto se le resiste en toda su trayectoria en los ruedos. La faena de Morante era tan solo un sueño, su verdadero sueño, pero con él soñó todo el mundo.

Como posdata, recuerdo que hay un Zurbarán en el Museo del Prado de 1634 que puede ser uno de los primeros tratados de tauromaquia por la geometría, por la fuerza y la fiereza del toro. Se llama “Hércules y el toro de Creta” y trata sobre la lidia en la tradición de Neptuno y su regalo a Minos, Rey de Creta, de un animal que provocaba desolación y muerte. La leyenda cuenta que Hércules persiguió y venció al extraordinario animal, y lo llevó a Micenas. Y ayer Morante, también contará la leyenda, dejó otro tratado de tauromaquia que conecta directamente con aquel que creó Hércules hace siglos.