El Belmonte valenciano

Un novillo de Ángel Rivas segó en Astorga la vida de Antonio Carpio, un maestro de Catarroja que hacía "el Tancredo" que sentó las bases del toreo moderno

Recreación de la cornada mortal a Antonio Carpio, el Belmonte de Catarroja

Recreación de la cornada mortal a Antonio Carpio, el Belmonte de Catarroja / Levante-EMV

Jaime Roch

Jaime Roch

A Antonio Carpio, el toreo le brotaba a golpe de instinto, de premonición, de corazonada. Impulsado por el gran vértigo tentacular de su valentía y traducido en el pasmo belmontino de su quietud frente a los toros.

Carpio ahondó siempre en lo popular para llegar al pozo de esa cristalina vena de pureza que entronca con los cánones tradicionales de la tauromaquia de hoy en día. Incidió en ese terreno abierto por Juan Belmonte donde el idealismo de la quietud penetró, después de conectar con el magisterio romántico del gallismo, con ciertas estribaciones en las formas más modernas de expresar el toreo

El yacimiento belmontino

De ese yacimiento belmontino, de ese descubrimiento del dramático inmovilismo que tantas cornadas le causó, se deduce en sentido estricto la vida de Carpio: «Le tropezaban los toros y le calaban con más frecuencia de la que hace falta para conservar el ánimo», escribían de él en El Ruedo

«El parón, al que ya no se otorga consideración excesiva, fue entonces la revelación traída al toreo por la decisión da aquel maestrito de Catarroja que quería conquistar, a costa de su riesgo, el bienestar para sus padres y la seguridad para el porvenir de sus hermanos... Antonio Carpio armó el gran alboroto entre la afición. Y era dificilísimo armar el alboroto entonces!» escribió el redactor jefe del periódico El Heraldo de Madrid, José Simón Valdivieso, sobre la particular y única manera de torear de Carpio, en la que resaltaba sobremanera su valentía frente al toro y en su propia vida: se hizo torero porque los achaques físicos habían imposibilitado a su padre ejercer de constructor de carros y sostuvo heroicamente a toda su familia (padre, madre y cuatro hermanos).

Precisamente, en ese túnel de las primeras décadas del siglo XX, la fiesta taurina vivía una etapa luminosa, un proceso de glorificación gracias, principalmente, al nacimiento de la rivalidad en 1910 entre los toreros José Gómez Ortega, apodado Joselito El Gallo, y Belmonte. Su enfrentamiento se convirtió en uno de los temas periodísticos más importantes de la década, hasta el día de la muerte de Joselito en la plaza de Talavera de la Reina el 16 de mayo de 1920.

El anuncio de la muerte de Antonio Carpio, el torero de Catarroja

El anuncio de la muerte de Antonio Carpio, el torero de Catarroja / Levante-EMV

"Así no se puede torear"

El periodista César Jalón afirmaba que «nadie ha toreado tan cerca». El estilo de Belmonte suponía un constante desafío a la muerte: «Yo en Belmonte, por ejemplo, admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte en las corridas de toros», aseguró Valle-Inclán, uno de los pocos miembros de la Generación del 98 que defendió el toreo.

Esto es, quedarse quieto y jugar los brazos para desviar las embestidas de los toros. Ese era el secreto de Belmonte que emuló Antonio Carpio en los ruedos y, pronto, llegaron las graves cornadas, tal y como le pasó en su presentación en València en octubre de 1914. De su presentación en Madrid también contaron que «cerca de los pitones ni se asusta ni se descompone».

Este fenómeno de masas fue denominado en sus ensayos por José Bergamín como el tancredismo debido al impacto causado por un hombre inmóvil (el torero) frente al miedo (el toro) en «La Estatua de Don Tancredo», cuyo origen también se remonta a València en 1899. 

«Es un chalao. Así no se puede torear», decían de Carpio. Una frase que entroncaba con aquella de Guerrita sobre el terreno que ya pisaba Belmonte: «Quien quiera verlo, que se dé prisa porque así no se puede torear».

La tragedia en 1916

Precisamente, la revisa Toros y Toreros publicó en su obituario: «Puede decirse de él, que desde la primera corrida formal en que figuró, fue su actuación una serie no interrumpida de accidentes, más o menos graves, pues su estilo al ejecutar no le podía permitir salir incólume del ruedo, dado que no era torear lo que hacía, sino lo que vulgarmente se llama en el argot de la gente de coleta hacer el Tancredo».  

Un cornalón de 22 centímetros en el muslo derecho con la rotura de la femoral acabó con su vida el 27 de agosto de 1916. Murió a las diez y media de aquella noche después de limitarse a taponar la herida en una enfermería que no reunía las condiciones de salubridad, higiene y material quirúrgico necesario. Tras una denuncia de la Asociación de Toreros, el ministro de Gobernación, Joaquín Ruiz Jiménez, publicó una orden que obligaba a comprobar los estados de los quirófanos antes de autorizar los festejos taurinos. Esa también fue su verdadera grandeza.