Hace días un suceso acaecido en el césped de un estadio de fútbol tomó el protagonismo en los noticiarios, la prensa y las redes sociales. No era, como en otras ocasiones, una victoria celebrada. El episodio concreto es de sobra conocido y se reconocen en él ecos de sucesos anteriores identificados con un rótulo contundente: racismo. Hablamos de la agresión que denunciaron Mouctar Diakhaby, jugador del Valencia, y su equipo en pleno, interrumpiendo un partido al abandonar repentinamente el terreno de juego. «Negro de mierda» fueron las palabras que aseguró le había espetado un defensa rival, después de un choque entre ambos. Es un claro ejemplo de racismo que pasa por definir a «otro» racialmente y con menosprecio prescindiendo de su nombre y de cualquier condición que no sea racial. Por si fuera poco, se le habría degradado como desecho en esencia.

La indignación, la condena, los gestos de solidaridad y las exigencias de disculpa se extendieron por las redes. También hubo desmentidos y la Liga Nacional de Fútbol Profesional ha concluido que no dispone de pruebas del acto. En cualquier caso, nadie duda de lo despreciable de la expresión y de que debe merecer una condena. Así que se puede conceder al gesto del equipo valencianista el valor de un rechazo sin paliativos. Ni que decir tiene que se lo reconoce especialmente al haber acaecido en un estadio frente a las cámaras y con el protagonismo de actores públicamente conocidos. El guion no es del todo nuevo y nos reconcilia, una vez más, con un buen sentir cívico.

Sin embargo, al lado de este caso espectacularizado otro racismo pasa desapercibido. Es el que sufren ciudadanas y ciudadanas a quienes se racializa a diario al ser considerados extranjeros en esencia, «otros» percibidos por naturaleza como sujetos alejados del conjunto de quienes, por responder al perfil habitual de ciudadano estándar en España, no racializados por blancos, no deberán dar explicaciones por su mera presencia en espacios públicos porque tienen derecho a estar ahí, por naturaleza.

Según un informe de Centre Iridia y Novact, entre 2010 y 2019 fueron deportadas de España 223.463 personas, sin contar las devoluciones en caliente. La mayor parte de deportaciones se produjeron porque esas personas carecían de documentación que acreditara su derecho a residir en territorio de España. Habrá a quien le puede parecer que el dato no tiene que ver con el racismo. Ahora bien, la cuestión es que parte de estas personas proceden de países africanos y, si jugaran a fútbol, serían susceptibles por el color de su piel de recibir en un estadio una agresión similar a la que condenaron Diakhaby y sus compañeros. Pero su terreno de juego eran nuestras calles y nuestras plazas, y muchos de ellos fueron detenidos después de que agentes policiales les solicitaran la identificación. Son las llamadas identificaciones por perfil racial, llevadas a cabo por agentes públicos que, como tales, encarnan al Estado y, con ello, a las ciudadanas y a los ciudadanos sobre quienes descansa su legitimidad.

El suceso del Ramón de Carranza y esas prácticas se encuentran entrelazados por una misma lógica, pero no son igualmente visibles. El gesto del Valencia tiene un gran valor, como forma de denuncia, pero se observa su justa medida cuando se piensa en ese otro racismo institucional y cotidiano que merece, más si cabe, un rechazo unánime y un gesto de denuncia. Porque, en el fondo, ese es un racismo que surge de una lectura racial de la realidad que está normalizada hasta el punto de pasar socialmente desapercibida.