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Si algo está claro es que, fuera de los terrenos de juego, Lionel Messi no es Maradona. Poco habitual en las salas de prensa, en sus contadas visitas se ha mostrado siempre como un chico tímido, parco e huidizo. O al menos hasta hace unas semanas. En sus últimas apariciones Leo ya no regatea ante los micrófonos. Tan prodigioso con el balón como poco pródigo a dejarse ver ante los periodistas, ver a Messi en una rueda de prensa en Can Barça es una anomalía. Nunca, hasta hace quince días, había hablado en la ciudad deportiva y su presencia en zona mixta tras los partidos es algo insólito. Tampoco ayuda demasiado la política del club de no conceder entrevistas.

Solo en algunas grandes citas de Liga de Campeones la prensa ha tenido la oportunidad de encontrarse cara a cara con Leo. Messi ha sido siempre más noticia por su mera presencia que no por sus declaraciones. Ajeno a todo lo que ocurra más allá del rectángulo, Leo aborrece toda esa parafernalia mediática que rodea al fútbol. No es la Pulga un futbolista de grandes titulares. La gambeta verbal elevada al máximo exponente. «¿Cómo me definiría como futbolista? No sé... no me puedo definir yo». A los trece años, monosilábico y austero en sus respuestas, aquel Messi no era muy distinto del actual, cuando realizaba una de sus primeras entrevistas a la televisión del club al que había aterrizado apenas un año antes, en 2000, desde su Rosario natal. No eran los nervios del debut, no. Con esa leve sonrisa incorporada de serie, siete años después su cuerpo cambió, pero no así su vergüenza infantil. Ni siquiera cuando el mundo entero se deshacía en elogios por su maradoniano gol ante el Getafe en 2007.

«Como dije recién, contento por cómo se dio. Pero hay que estar más tranquilo que nunca. Siempre dije lo que es Diego, quizás la jugada fue similar, pero esto va a quedar atrás y viene otro partido», sentenciaba un imberbe Lionel en apenas dos respuestas, mientras se mordía las uñas escondido bajo su juvenil melena. Con su fama en pleno apogeo, el ultrafamiliar Messi, al igual que muchos otros jóvenes futbolistas de la cantera azulgrana, tiraba de tópicos manidos para esquivar las preguntas de los periodistas. Como cuando en 2009 comparecía tras un entrenamiento, algo que ahora — blindado, protegido y acunado por el Barça— resulta inimaginable. «No sé, yo creo que hoy por hoy el equipo está muy bien, que hace un juego muy bueno. Pero todos los partidos hay que trabajarlos, nadie nos regala nada», decía Leo sin arriesgar. Del desparpajo que exhibe con el cuero, ni rastro.

Sin embargo, algo ha cambiado esta temporada en Messi, quien no ha tenido reparo en comentar los abucheos a Cristiano en varios estadios («No tengo ningún reto contra él, lo único que quiero es ayudar a mi equipo. Pero es normal que cuando vas de visitante, la gente no te quiera como te quieren en casa») o incluso ha criticado la «soberbia» de algunos árbitros. Pero la última vez que se colocó ante cámaras y micrófonos, este atípico argentino no escatimó en frases. Aseguró que Guardiola era «más importante que él en el Barça». Apuntó «que no juega para ser el mejor de la historia», e instó a olvidar las polémicas sobre los colegiados «que han perjudicado a los partidos». A sus 24 años, con tres balones de oro, la capitanía de Argentina, líder de un Barça histórico y con el debate de si ya es el mejor futbolista de todos los tiempos, Messi ha madurado dentro del campo, donde nadie supera sus esláloms. Pero también fuera de él, donde, paradójicamente, ya empieza a regatear un poco menos. Dicen que los artífices del cambio son Xavi y David Villa, con los que sale a cenar a menudo. Y Pep Guardiola, su consejero más fiel.