El cabreo fue la antesala del llanto. Las lágrimas de David Villa eran las de un delantero triste por tener que abandonar un oficio, el de goleador, al que se ha dedicado con esmero y una profesionalidad bárbara. En cada uno de sus clubes y en la selección, en la que enterró interesados debates con 59 goles en 97 partidos. El Guaje no quería que acabase el encuentro de ayer sobre el patatal de Curitiba, peleando con esa pasión de niño corriendo detrás de una pelota en calles, terrazas o potreros, con las rodillas sucias y el sol ya escondido.

Poco importó que el envite de ayer fuera intrascendente, o que el público brasileño, sin abandonar su euforia fanática, se enseñara con mofa sobre el depuesto campeón. Villa, el chico de Tuilla, nieto de Libertad la hija del minero Trotski, no quería que se parase la pelota. Por eso se cabreó con Del Bosque cuando le retiró en el minuto 56. Por eso lloró. Por eso todavía no se atrevía ayer tras el encuentro a pronunciar que se ha acabado su etapa en la Roja.

Esa inspiración original recuperó ayer la selección española. Más que el inicio de una nueva época, la honrosa victoria de España contra Australia fue una celebración sin honores de una edad de oro que ya ha tocado a su fin. Queda la memoria, la misma con la que, algún día, los Rolling o Woody Allen sobrevivirán a un último concierto y película. La Roja ya es un género clásico de la que ayer se recordó con algunas pinceladas. La pelea sin cuartel de Villa, chutando desde cualquier ángulo, como en las mejores tardes. Sin el incordio del cabeceador profesional llamado Tim Cahill, Sergio Ramos daba un paso al frente en la defensa, Xabi Alonso volvía a marcar terreno e Iniesta recuperaba la batuta para lanzar, con la delicadeza de el pase en profundidad que recogía Juanfran para lanzar un pase de la muerte a Villa, que sacó el aguijón para definir de tacón. La sinfonía, sin sonrisas, siguió en la segunda mitad. Torres marcó el segundo. Para redondear la melancolía, también en clave valencianista, Juan Mata marcó el tercero en una jugada participada por Jordi Alba y David Silva rozó el cuarto. Como en los días felices, en Johannesburgo o en Mestalla.