Hay una canción de Loquillo que parecía escrita para el Levante de JIM. Se convirtió en mi himno privado para aquellos días insólitos que nos regaló el mejor Levante de nuestras vidas: «Memoria de jóvenes airados» se llamaba. Búsquenla, sólo el videoclip ya merece la pena.

«Vivimos, caminamos sin aliados, amamos como soñamos, soñamos siempre armados»

Parecía escrita para aquel equipo plagado de veteranos que tenían cuentas pendientes con su pasado, pero con el tiempo descubrí que no hablaba de Rubén, ni de Juanlu ni de Valdo ni de Barkero.

Hablaba, en realidad, de nosotros. Los niños de los 70 y los 80 en Orriols, y nuestros padres y sus banderas descoloridas. Los de aquella grada vieja que solo pensaba en el pasado porque el futuro no existía, como escribió un día en mármol Manuel Illueca.

Soñábamos armados. Incluso en los días del Levante europeo -recuerdo- mirábamos atrás suspicaces, vigilando por encima del hombro, convencidos de que todo placer tiene su penitencia, esperando aparecer esa sombra amenazadora que, en realidad, Quico Catalán había espantado para siempre.

No nos tachen de fatalistas. Es lo propio de pueblos traumatizados como el nuestro: el que ganó una Copa pero perdió una guerra; el que soñó con la Primera y amaneció en Tercera como terrible resaca de una fusión; el que construyó un estadio para Primera pero lo estrenó contra el Atlético Palma; el que fichó a Cruyff para llenar el campo pero tuvo que pagarle con la escritura de un club de tenis; el que bajó a Segunda B con 50 puntos; el que regresó tras 39 años de travesía y acabó sepultado bajo una deuda de 90 millones.

No había gloria sin castigo. Todo podía torcerse. Estaba escrito en nuestra historia. Pero tan obsesionados estábamos con el yunque que no podíamos ver aquello otro que también estaba en los libros. Hasta que vino un día otro niño de Orriols, Paco López, para recordárnoslo. La verdadera lección de estos 111 años estaba delante de nuestros ojos, aunque no la veíamos. Y esa lección es que la historia de nuestro club se ha construido utopía tras utopía.

Utopía como que un pueblo de pescadores se convirtiera en campeón de València; utopía plantarse con ocho chicos del Grau y del Cabanyal para jugar con el Barça de Samitier; utopía llegar a las semifinales de Copa del 35 tras tumbar a colosos; utopía resistir décadas de incompetencia en el palco sin que la bandera tocara tierra; utopía empezar a celebrar un centenario que parecía un epitafio y acabarlo con el ascenso del siglo. Utopía, en fin, una década que ha dado paso a otra década sin darnos cuenta, sumando cada año episodios a nuestra épica nacional.

Al principio de cada paso, alguien lo pensó. Eso es una utopía, soñar un futuro al que poner rumbo. Para eso sirven las utopías, dijo Galeano, para caminar.

La última utopía, la que pone fin a la Historia, es una estabilidad desacomplejada. Hoy casi nada parece ya improbable en Orriols. Es lo propio de una gestión coherente y de una generación mayoritaria de granotes que se unió a este pueblo libre del pecado original. Son los que llaman Papá a Ballesteros, los que ven un derbi como algo cotidiano y los que han visto a su equipo bailar al Barça y al Madrid.

Es la generación que también llora de emoción ante lo inconcebible, pero que no viene lastrada por una mochila de 40 años de fracasos como la que llevábamos los que saltamos a Chapín. Y este Levante que hoy disfrutamos se parece más a esta generación que a los brasas del Ecijazo. La ambición ha jubilado a la nostalgia.

Esa es la gran noticia. Este Levante y estos granotes no se conforman con llegar. Ahora quieren competir. Deben saberlo en San Mamés. No vamos a Bilbao a hacer turismo.

Y sepan otra cosa. Pase lo que pase este jueves, en esta eliminatoria, esta historia de utopías no tendrá un rotundo punto final. Serán apenas tres puntos suspensivos.