Rodrigo Rato entró en su domicilio del barrio de Salamanca con la corbata anudada al cuello y salió sin ella, detenido por fraude, blanqueo de dinero y alzamiento de bienes. Si lo buscan probablemente no encuentren un caso en el que la caída de un político se haya producido tan rápido ni desde tan alto, después de haberse metido en tantos charcos de manera sucesiva. Detenerse en ello significa comprobar cómo Rato se ha enfangado en todos los frentes de su actividad profesional. Tiene unos cuantos abiertos; da la impresión de que nada lo ha frenado en esta vida desde el momento en que el padrecito, Aznar, decidió no apostar por él como sucesor. Para el exministro de Hacienda y exdirector del Fondo Monetario Internacional no deja de ser un sarcasmo que su detención se produzca precisamente cuando la sucesión elegida maneja los hilos de la fiscalidad y Montoro levanta la voz para proclamar que la ley está por encima de amigos y compañeros.

Algunos analistas recordaban cómo Rato se había caracterizado por su beligerancia contra los defraudadores en la época en que el Partido Popular aguardaba en la oposición y Aznar no había estrenado todavía aquella carpetita azul de cartón con gomas que irradiaba austeridad. Rato, efectivamente, se rebelaba entonces contra las aministías fiscales por considerarlas, con buen criterio, un agravio hacia los contribuyentes cumplidores con Hacienda. Naturalmente, de esto ya no se acordaba cuando decidió acogerse a la decretada por su excompañero Montoro, que a la larga se ha convertido en una máquina de decapitar pollos. Bárcenas, los Pujol, el exsocio de Urdangarin, entre otros, recurrieron a ella para regularizar sumas de dinero en efectivo de origen incierto.

Por medio de su portavoz en el Congreso, el PP se ha limitado a declarar sobre la detención de Rato: «Es muy duro para todos». Mientras, la máquina de decapitar pollos espera como la cuchilla de Sansón.