El necroturismo gana adeptos en València

Pese a no estar en los circuitos turísticos, las rutas por el cementerio de la ciudad tienen cada vez más visitantes atraídos por un lugar «desconocido», pero que esconde más de 200 años de historia

Juanma Vázquez

Juanma Vázquez

El cine o la literatura se han erigido como piezas clave en la construcción de buena parte de nuestro imaginario colectivo, especialmente en aquellos asuntos que, convertidos muchas veces en un tabú, difícilmente salen ya en una conversación habitual. Quizás, de todos ellos, sea la muerte el mejor ejemplo de un hecho natural que, en los tiempos recientes, ha quedado socialmente más oculta, en un segundo plano. Paradójicamente, esa mayor invisibilidad no ha impedido que el interés por conocer enclaves como el de los cementerios y sus tumbas –el llamado necroturismo– se halle, actualmente, en crecimiento.

Porque ya sea buscar el último recuerdo de Edith Piaf o Oscar Wilde en el parisino Père Lachaise, de JFK y Jackie Kennedy en Arlington (EE UU) o pasear por los alrededores de la Iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon –donde se halla la tumba de William Shakespeare–, los cementerios son cada vez más un espacio de visita para la ciudadanía. Sucede algo parecido en enclaves repartidos por toda la Comunitat Valenciana –de Catarroja a Alcoi, pasando por Elx o Castelló–, donde València, eso sí, tiene un punto fundamental.

Eso es lo que ha detectado Rafael Solaz, investigador y guía desde hace más de una década del conocido como ‘Museo del Silencio’, una iniciativa gratuita formada por diferentes rutas en la que él mismo pasea por el Cementerio General de València contando sus entresijos. En esas visitas, que Solaz realiza normalmente dos veces al mes, la mayor afluencia de interesados es una realidad cada vez más presente. «El otro día vinieron hasta 111 personas, pero por lo normal siempre se superan las 40», relata.

Una visita «diferente»

La suya, a fin de cuentas, es la mejor estimación de un contexto al alza del que –según apuntan desde la fundación municipal Visit Valencia– no existen aún registros oficiales de visitantes. Y eso que, a diferencia de los tours sobre los misterios y las partes más desconocidas de la capital del Túria que crecen –también a buen ritmo– en el centro de la ciudad, el perfil de aquellos que optan por acercarse al cementerio junto a Solaz resulta «diferente».

Según resalta, «no suelen ser turistas» al no estar –como pasa en numerosas ciudades de otros países– sus rutas «incluidas en los circuitos de la ciudad», lo que las hace más desconocida para el público foráneo. En su lugar, sus explicaciones las escuchan ciudadanos que llegan por «el boca a boca» y sin una edad prototípica. «Viene gente de todo, desde familias con hijos a personas más mayores o jóvenes. Y también vienen asociaciones», destaca. Muchos, añade, «repiten, a veces hasta cinco o seis veces».

Es una variedad de perfiles que, sin embargo, tiene mayoritariamente un mismo interés detrás. Porque aunque Solaz reconoce que inevitablemente el morbo también se erige como motivación, el gran atractivo de este tipo de enclaves para muchos de los visitantes es que «son grandes desconocidos». «Es un catálogo, un museo con los 200 últimos años de la historia de València», remarca. Por eso, las rutas que realiza el también bibliófilo y documentalista se centran en la historia, la cultura, el arte, la simbología o la biografías de aquellos que –como el cantante Nino Bravo o el escritor y periodista Vicente Blasco Ibáñez, entre otros– descansan en el cementerio, todo para hacer que aquellos que disfrutan de la visita se vean «totalmente inmersos» en su relato. «La gente lo agradece, sobre todo la que le impone el cementerio. Te dicen que lo ven con otros ojos», señala con tono orgulloso.

La muerte, paso final de la vida

Pero, más allá de contenido, un hilo conductor es el que vertebra cualquiera de los recorridos que Solaz hace por el camposanto valenciano. Como si estuviera impulsado por las palabras de Jorge Luis Borges, esas que afirman que «la muerte es una vida vivida», el investigador tiene claro que los cementerios son un «lugar de recuerdos, de muchas historias». No son relatos que hablan de manos que, como si fuera el videoclip del ‘Thriller’ de Michael Jackson, salen del suelo o de «sitios siniestros», sino siempre «con un sentido humanístico».

Porque, como enfatiza Solaz, en los paseos por este ‘museo’ «intento dar normalidad, porque al final todos tenemos una fecha de caducidad y la muerte es una parte de la vida que para algunos llega más rápido y para otros más lenta». Es un mensaje que se contrapone a la visión que –aclara– se tiene hoy del fallecimiento, ante la cual la sociedad ha cambiado el foco. «Antes a un difunto se le velaba, se le visitaba, los niños lo veían de cerca, pero hoy con los tanatorios la muerte ha quedado más alejada». Y han sido las películas o los libros los que han cogido el testigo para «representarla como algo trágico».

Lo que tiene claro es que, frente a la espectacularidad o el morbo que algunos buscan en otros espacios –como, por ejemplo, campos de concentración nazis como Auschwitz– lo que tiene que primar siempre es «el respeto». Porque «la historia pasa, igual que las formaciones políticas, pero al final lo único que quedan son las personas».

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