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Betto García, el sombrerero de la realeza británica

El joven diseñador valenciano que ha triunfado en Nueva York y ha democratizado la sombrerería de lujo lamenta las dificultades de su generación para «hacer dinero»

Betto García, el sombrerero de la realeza británica G. Caballero

De vendedor en el top manta a sombrerero de la realeza británica y después dueño de su taller. Es la historia de Betto García (València, 1989), el protagonista de una vida forjada a golpe de creatividad, talento, superación, perseverancia, suerte y sentido del humor en dosis infinitas. Visitar su taller de sombrerería en el centro de València, donde todo es de color rojo Navidad, y charlar con García es la mejor receta contra los días grises. Sus clientas lo saben y entre telas y patrones conversan del tema del día, ya sea la receta de la Thermomix o el Procés. «Vuelvo cuando acabes la entrevista y hablamos», le dice una de ellas.

García, nieto de un delineante que dibujaba carteles taurinos, sintió interés por la moda desde niño, aunque empezó a estudiar Protocolo para calmar las voces discordantes de una familia que no entendía de vocaciones. En su tiempo libre confeccionaba bufandas. Una vez cogió una sin terminar y la colocó en la cabeza de un conocido a modo de turbante. El hechizo funcionó, la bufanda se hizo tocado y desde ese día García ya no ha dejado de hacerlos.

Abandonó sus estudios y se fue a Londres, capital mundial del sombrero. «Estaba perdido por frustración laboral. Fue duro porque me fui sin saber inglés. Mi tía y mi padre me ayudaron económicamente. Confeccionaba punto y lo vendía, como mantero, con multas que nunca pagué». Pero pasaba hambre. «Vendía y sacaba solo para comer. Era precario». Hasta que, a punto de tirar la toalla, un 26 de diciembre de 2009 «me perdí al volver a casa. Pregunté a una mujer que resultó ser una restauradora española que vivía cerca». García le contó su historia y ella se convirtió en su mentora, consiguiéndole unas prácticas en el estudio de una de las grandes del sombrero en Londres, Edwina Ibbotson.

«Era la boda de Kate y William. No daban abasto y necesitaban un aprendiz», recuerda García. Después de la boda real llegaron las carreras de caballos de Ascott. «Hubo fines de semana que dormíamos en un saco en el taller, porque acabábamos muy tarde y las distancias en Londres eran eternas», indica el valenciano. Ibbotson vendía cada sombrero por unas 3.000 libras. «El dinero no era para mí, yo solo era un trabajador, pero aprendí a manejarme en el lujo. En ocasiones me recogía el chófer de una clienta, me iba con 40 sombrereras a su casa de Chelsea a hacerle pruebas y luego me llevaban de vuelta al taller», rememora García.

Vuelta a València

Pero Londres no es para siempre y el valenciano, autodidacta, decidió volver a casa en 2013. «Quería hacer un sombrero mío y poner en práctica todo lo que sabía, diferenciándome de las dos grandes referencias mundiales: Stephen Jones y Philip Treacy». Pero el aterrizaje en su ciudad natal no fue fácil. «Nadie entendía la sombrerería de lujo en un país que sufría por la crisis. Me enfrenté a gente que me decía que tenía que hacer lo que salía en todas las revistas: sombreritos de paja y coronas de flores. Yo huía de eso porque era la antisombrerería. Cualquier persona lo puede hacer, lo pega con silicona y lo pone a la venta». García se mantuvo firme, «en lo que yo creía, en la sombrerería real, aunque el primer año fue complicado». Todo cambió cuando uno de sus amigos de Londres, el diseñador Alejandro Gómez Palomo (Palomo Spain) le ofreció hacer los sombreros de sus desfiles en Madrid y Nueva York. La popularidad de García se disparó y despertó el interés de los grandes circuitos de la moda en España.

«De tener tres pedidos en mi corcho paso a 36», indica el joven valenciano, que creó su propio atelier de sombrerería de lujo, a medida y bajo pedido en València. Sus pamelas se venden por 400 euros en un proceso de confección que dura unos tres días por pieza. Ahora, García ha democratizado su producción y ha lanzado una segunda línea de sombreros hechos a máquina. «Esto nos permite acceder a otros segmentos de público que entran en tienda, ven el stock, eligen el modelo y se lo llevan». El precio en este caso ronda los 150 euros. El diseñador, que en momentos de máxima carga de trabajo ha llegado a tener a siete personas en su taller, también vende otros artículos no tan ligados a la ceremonia, como los bolsos.

Gracias a esta combinación de líneas, «se puede vivir de la sombrerería. He creado el personaje y tengo un mix continuo de productos. Pero necesito otras vías de ingresos, como hacer piezas para producciones de cine. O para una comparsa de moros y cristianos. La sombrerería es la bandera de la marca, pero me gusta hacer otras cosas. Y se irá ampliando», señala.

Los ojos de García sólo dejan de sonreír cuando se le pregunta por los nacidos en 1989. «Somos la generación de la frustración. Cuando hablo con gente de mi sector, me cuentan cuánto vendían antes. Ahora es imposible. Para nosotros es muy difícil hacer dinero. Venimos de una época de la burbuja inmobiliaria, donde todo el mundo tenía recursos o lograba financiación. Ahora es totalmente lo contrario. Al menos, en mi campo. Si fuera constructor, puede que otro gallo me cantaría. Pero en algo tan intangible como la sombrerería... es duro. Por mucho que yo pueda estar en todas partes el dinero es el que es», lamenta.

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