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Familias hosteleras ‘devoradas’ por la crisis

Muchos bares son la única vía de ingresos del hogar. Tras un año negro y un mes a cero, negocios antes rentables se comen ahora los ahorros de una vida

FRANCESC Y NOEMÍ, EL 33 GALLERY CAFÉ | Germán Caballero

Dicen que la hostelería es una forma de vida. Ser propietario de un bar, un restaurante o un pub requiere una gran dedicación y es habitual que termine implicando a todo el núcleo familiar, un hecho que en la hostelería sucede con mayor asiduidad que en otros gremios. A cambio, este acostumbraba a ser un sector rentable que en muchos casos solía recompensar ese esfuerzo con unos ingresos que permitían hacer planes más allá de llegar a fin de mes.

Pero la crisis del coronavirus lo cambió todo de la noche a la mañana. La hostelería encadena ya casi un año de restricciones y cumple ahora un mes cerrada a cal y canto en la Comunitat Valenciana. Los bares de copas, por su parte, llevan prácticamente toda la pandemia a cero. Ese cerrojazo amenaza con ser la puntilla para muchos establecimientos y ha dejado a esas familias dedicadas al completo a estos negocios sin ningún ingreso y numerosos gastos, obligándoles a echar mano de sus ahorros, a sacrificar planes de pensiones o, incluso, a requerir de la ayuda de sus hijos para no bajar su persiana de forma definitiva. Hablamos con cuatro familias hosteleras que viven con angustia ese vertiginoso camino que les ha llevado del boom al crack en apenas once meses.

El caso de Cristina y Carlos y su hija Mireia es paradigmático. Los tres regentan el mítico Bodegó de la Sarieta desde hace más de 40 años. En pleno corazón del casco antiguo de València, esta familia presume de haberse ganado el cartel de elaborar «paellas no guiris». Dicho de otra forma, «paellas de verdad». El negocio creció al calor de la explosión turística registrada en la Comunitat Valenciana durante la última década, pero paradójicamente la covid ha convertido esa fortaleza en una debilidad.

PAOLO Y VALENTINA, TRATTORIA SACCO. | Germán Caballero

«El boom de turistas terminó por vaciar el centro histórico. Desplazó a los vecinos de estos barrios y vació las calles de oficinas», contextualiza Carlos. Esa dependencia del visitante extranjero hizo que el negocio familiar sintiera los efectos de la crisis sanitaria desde el primer momento. «Con el primer confinamiento ya se acabó todo, hubo una radical desaparición de clientes», recuerdan. La desescalada de verano dio un respiro al gremio, aunque tan breve como ligero. «Básicamente cubríamos gastos, pero no nos daba para sacar a los empleados del ERTE. Trabajábamos los tres y punto. Nosotros dos —el matrimonio— lo hacíamos gratis y a la hija le pagábamos lo que se podía», añade Carlos. Esta familia daba empleo a otras siete personas hasta entonces.

Pero tras aquel oasis estival aguardaba lo peor de la pandemia: la tercera ola y el cierre por decreto, al que los hosteleros han llegado desfondados tanto económica como anímicamente. A la espera de las ayudas y con la moral tocada, Cristina lamenta que con el actual nivel de gastos —siguen pagando el alquiler del local, aunque rebajado, así como la luz, el agua y la parte no exonerada de sus empleados en ERTE—no podrán resistir más de dos meses. «Tras comernos los ahorros tuvimos que recurrir a un crédito ICO y ahora estamos rescatando hasta nuestro plan de pensiones», lamenta.

No son los únicos. Charo y Luis llevan casi 39 años al frente del bar de copas Rocafull, una referencia de la plaza del Xúquer. Un proyecto vital que en su día contemplaban como posible salida profesional para sus dos hijas, «porque se ganaba dinero», apunta Charo. «Pero se me han ido las ganas», añade desesperanzada. Su cierre ha sido más duro que el hostelero y su cuenta corriente acusa las consecuencias. Con unos gastos fijos de entre 2.500 y 3.000 euros al mes, se han visto obligados a abortar la idea de abrirse un plan de pensiones y poder prejubilarse.

«Lo que más me duele es salir a la calle y verla llena de gente. Que todo el mundo trabaja y tiene una forma de tener ingresos menos nosotros. No poder trabajar es una sensación que te anula como persona. Al menos, cuando pudimos abrir como hostelería, podíamos ver a los clientes de toda la vida y eso al menos nos hacía felices. Ahora ni eso. Y nuestra vida privada se acaba también, porque no tenemos efectivo para vivir. El colchón se acabó», relata Charo al borde de quebrarse.

Su entereza termina por romperse cuando explica que sus hijas han tenido que ayudarles económicamente en algún momento puntual. Eso es a su juicio «lo más duro que le puede pasar a unos padres». «Debería ser al revés. Deberíamos ser nosotros quienes les ayudáramos a ellas».

CRISTINA, CARLOS Y MIREIA. bODEGÓ DE LA SARIETA | G. Caballero

Pese a sus reclamaciones de poder reabrir su local «cumpliendo con todas las medidas como siempre hemos hecho», esta pareja realca: «No somos negacionistas». De hecho, conocen el virus de primera mano. Una de sus hijas es sanitaria y estuvo un largo periodo con covid en su casa. Luis es persona de riesgo, por lo que tuvo que abandonar el domicilio. «Estuve mes y medio sola en casa. Mi hija dio tres veces positivo y cuando fue negativa tuve que empezar mi confinamiento. Yo he cumplido, pero exijo responsabilidad social». Charo critica con esta afirmación a esa gente que «ha hecho lo que ha querido en Navidades. Gracias a ellos estamos como estamos y las consecuencias las pagamos nosotros», denuncia.

Valentina y Paolo llegaron de Italia hace cuatro años para emprender una aventura hostelera. Su trattoria Haro, en el Cabanyal, funcionaba con solvencia: «Mucho trabajo y esfuerzo, pero nos daba para vivir dignamente siendo una familia numerosa», cuentan estos padres de cuatro hijos. A ellos no les ayudan sus hijos sino sus padres, pero la sensación es la misma que la de Charo y Luis. «Es humillante, con más de 40 años, tener que pedir ayuda a tus padres para que coman tus hijos. Piensas que has elegido mal en la vida y te invade una sensación de culpabilidad por tus hijos» , lamenta la pareja.

Su «mochila» de ahorros también se ha vaciado en estos 11 meses y empieza a tener consecuencias en su día a día. Uno de sus hijos es una persona con síndrome de Down al que han tenido que desapuntar de su escuela porque ya no pueden pagarla y a su hija, de 13 años, no le pueden renovar ahora sus zapatillas que le molestan. «Aguanta, hija», le piden. Este mes no han podido ni afrontar el alquiler de su vivienda todavía y ya han recibido un burofax de su casero.

CHARO Y LUIS, PUB ROCAFULL | Germán Caballero

«Hemos pedido todas las ayudas posibles, pero de momento no llega nada», lamenta Paolo, que destaca que en la primera ola sí se notaron medidas como los ERTE. A diferencia de otros miembros de su colectivo, esta pareja acepta la decisión sanitaria de cerrar los bares y restaurantes, pero pide compensaciones. «El cierre no es injusto. Si una autoridad sanitaria lo entiende así, que lo haga. Nosotros no somos médicos ni científicos. Eso sí, la política debería ayudar porque si no irán muchos trabajadores al paro. Mejor pagar ayudas ahora que el paro de esas personas en unos años», reflexiona Valentina.

Los detalles cambian pero el esqueleto de la historia de Noemí y Francesc es idéntico al de las tres anteriores. Él estudió cocina y vivió de la hostelería durante 10 años, hasta que se lanzó a emprender. Pagó dos trapasos ya «elevados» porque la explosión turística ya había disparado los precios y abrió El 33 Gallery Café en Russafa y un pub en el local adyacente. Su mujer y su cuñada dejaron poco después su guardería y se sumaron al proyecto porque «se ganaba dinero»...hasta marzo de 2020.

A partir de ahí, lograron cubrir gastos hasta el cierre adelantado a las 17 horas, con el que ya perdían dinero. «Ha sido desastroso. Pagamos el 100 % del alquiler, tasas, impuestos...», enumera Francesc. Solo en El 33 este mes pasado pagaron 4.500 euros de gastos fijos. A cambio, tienen que hacer renuncias. Ni rebajas, ni cenas, ni por supuesto inversiones más elevadas. «Pensaba renovar el coche, que se me cae a trozos, pero desde luego ya no», dice Francesc. «Suerte que teníamos un colchón, aunque ya solo nos queda para un mes».

Consciente de su situación límite, el Consell lanzó un plan de choque dotado con más de 400 millones para este y otros sectores vinculados al turismo días antes del cierre por decreto. En apenas un mes ya se han movilizado más del 80 % de los fondos, pero las etapas legales que hay que ir cubriendo han impedido que el dinero haya llegado todavía a los afectados, a los que, denuncian, se les agota la capacidad de resistencia tras casi un año de pandemia.

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