Las Fallas son unas fiestas básicamente urbanas y tienen una repercusión importante sobre el espacio público. Por eso resulta especialmente llamativo el desprecio que la fiesta tiene precisamente por ese espacio que le ofrece todo y sin embargo sólo recibe maltrato. No me refiero nada más al vandalismo, la suciedad, los excesos y otros menesteres, que también; me refiero a la tan traída y llevada privatización de la calle.

Al principio, la fiesta suponía devolver a la ciudadanía el poder sobre las calles y plazas, la prioridad del peatón, la capacidad de poder disfrutar del paseo, de caminar por la calzada sin temor, de recuperar el lugar, los recuerdos, de levantar la mirada y descubrir una nueva ciudad que se nos había olvidado. Pero, poco a poco, hemos sufrido la invasión repetida de ese espacio que es de todos, y sigue siéndolo, aunque algunos se empeñen en robarlo y hacernos creer que es suyo.

El fenómeno de las carpas es un ejemplo del abuso y la privatización de la calle. No sólo cierran un espacio de todos para sus cuitas y sus fiestas, sino que amplían esa privatización hasta extremos injustificados, vallando tramos de calle, que el ciudadano ha de rodear con paciencia, para que los que se llaman falleros se sienten a la fresca, jueguen al dominó o sus niños tiren petardos desproporcionados en una especie de coto cerrado. No entiendo donde está el libelo para que semejantes actividades excluyan a la ciudadanía en general. Eso ya no es una fiesta de todos en la calle, ahora es una suma de reinos independientes que llenan la ciudad de pasos fronterizos. Adiós a la fiesta popular que nació en la calle, junto a las cuatro esquinas.

Pero hay más, un ejército de churrerías de difícil catalogación, desembarca en la ciudad al rebufo de la fiesta y campa por doquier sin miramiento alguno respecto a sus efectos colaterales, digamos iluminación excesiva, perfumes del más allá o vertidos cuya hoja de ruta se me escapa. No importa la ubicación ni los efectos que produce alrededor, el festejo se convierte en equivalente a descontrol y sálvese quién pueda.

Y es una pena, porque la fiesta, en su esencia, es única, con posibilidades multiplicadas que podrían vincular muchas artes si, por una de aquellas, alguna vez los falleros se deciden a experimentar en la cultura, se unen a los artistas y apuestan por darle un impulso moderno a las fallas, ese que están necesitando desde hace años y años. No sé cómo podemos ser fiesta de interés si dejamos que el interés se nos escape por el desagüe, si maltratamos a la cultura y a la ciudad, si privatizamos el espacio público cada año más y dejamos que esa fiesta olvide su carácter original y se deteriore a pasos agigantados.

Oigo por la radio al concejal de turno explicar que cada carpa, que cada churrería (creo que les llamó comercio móvil de alimentación) es estudiada minuciosamente por los servicios municipales y la junta central fallera. Ahora ya me quedo más tranquilo. Había tenido la impresión de que las cosas iban manga por hombro.

Luego veo un comercio móvil de alimentación delante de la Estación del Norte, joya arquitectónica donde las haya, y ya no entiendo nada, la verdad. Pero, ¿tenemos ayuntamiento?