No estamos tan lejos de aquellos tiempos en los que era habitual que varias familias compartieran la misma vivienda. Mis padres lo hicieron con mis tíos, en Valencia, calle Puerto Rico, en los años cincuenta. Tengo una amiga que pasó su infancia conviviendo con sus primos, sus abuelos, sus tíos y sus padres (once personas). Las penurias de la posguerra se paliaban con la solidaridad familiar. Actualmente, setenta años después, también se siguen compartiendo viviendas en la mayoría de ciudades españolas. Las penurias siguen existiendo aunque no se publiciten, como tampoco se hacía antaño. Los estudiantes universitarios, los trabajadores en precario, las personas solas, los mayores con pocos recursos, los migrantes, y muchas personas más, comparten vivienda por pura necesidad. Acabo de visitar en Madrid un piso compartido por nueve estudiantes y trabajadoras, que pagan alquileres de 400 € de media, y sin contrato; y no quiero hablar de la pésima calidad y salubridad de dichas viviendas. Desde que tengo recuerdos ningún gobierno ha querido atajar la especulación sobre un derecho (negocio) fundamental de todas las personas: la vivienda. Me gusta compartir con los demás, pero quiero hacerlo por voluntad propia; no quiero compartir por necesidad y precariedad. Se siguen manteniendo viejas injusticias en los mal llamados «países desarrollados».