Dentro del Saler hay muchos 'Salers'. Tantos como mirar por un caleidoscopio en pleno atardecer. Está el Saler de los salerencs, el de los 365 días del año, con sus calores y sus lluvias, su recordado puerto y sus necesarias -y eternas- reivindicaciones. Existe también el Saler de los turistas de verano, de los disfrutones de caravana y tienda, de apartamento y paella de domingo, de regresar a casa con los primeros acordes de septiembre. Y también estamos, como furtivos, los amantes ocasionales, los que regresamos siempre que podemos a refugiarnos y perdernos entre sus dunas, su oleaje, su resistencia y su gente buena. Y luego nos vamos sin cita previa, como quien abandona a un amor prohibido sin saber cuando se volverán a ver de nuevo. 

El cielo azul acompaña al paseante junto a un mar todavía en calma. I.O.

Eran los primeros años de la década de los 80 cuando conocí por primera vez el Saler. En el colegio Lluís Santàngel se celebraban las pioneras Escoles d’Estiu de renovación pedagógica y mi madre nos llevaba a mi hermano y a mi en el pequeño coche familiar, cargada de bolsas, libretas y fiambreras para pasar el día. Bajo su inmensa pinada corrimos, jugamos, cantamos y aprendimos mucho durante muchos años.

Del tráfico al sosiego

Pensaba en todo ello hace poco, cuando disfruté de una larga caminata por el paseo que recorre, junto a las dunas, gran parte del Saler. Rutas por este ‘poble del sud’ de València hay muchas, yo elegí -por tiempo y comodidad- la más sencilla. El punto de partida es la playa de la Creu, desde donde surge un cómodo camino entre dunas, accesos a la playa y aparcamientos, en profundo silencio a primera hora de la mañana. La quietud y el sosiego sorprende al visitante, que hace pocos minutos ha tenido que lidiar con el tráfico para poder varar, por fin, en este enclave. Tras decir adiós a ruidos, pitidos, acelerones y malos humos, el paisaje -como Dios- ayuda a quien madruga, y se abre al paseante como un anfitrión amable y acogedor. 

La flora propia de la Devesa es impagable. Isabel Olmos

Poca -por no decir nadie- hay antes de las 8 de la mañana. El objetivo es ir andando sin mirar el reloj, y volver por la playa, salpicada por solo dos o tres cuerpos en cientos y cientos de metros de arena. Es mayo, ojo. En agosto es otra cosa. 

Vamos desde la Platja de la Creu en dirección al sur, donde llegaremos a la Platja de Ferros primero, la del Saler y la playa nudista. Se despiertan los primeros campistas que pernoctan junto al mar. Se estiran. Solo hay dos ruidos que irrumpen el silencio de la mañana: el que procede del Mediterráneo y el de las pinadas, donde insectos y aves dejan rastro de su existencia en trinos y zumbidos vivos y despiertos, como el día que amanece. Ocultos están los ratolins y sargantanes, la mussaranya y el conill, que conforman la fauna terrestre autóctona junto a serpientes, culebras y alguna rabossa. Sapos y ranas no faltan en esta gran familia salerenca. Y todo esto al margen de las especies propias del lago de l’Albufera, pero es ya otro camino.

En bici o a pie, el paseo es magnífico para la práctica deportiva. I.O.

A lo largo del paseo que nos ocupa -fácil, llano y sencillo- llegamos a diversos restaurantes y chiringuitos para descansar o tomar algo. La existencia de estos establecimientos en el Saler es histórica o, al menos, tan antigua como la tradición de bañarse en el mar. Lo sorprendente es que aquí, a modo de disfrute, esta afición no tomó forma hasta el siglo XIX. Antes, solo los aristócratas británicos se habían atrevido a fundirse con el mar por placer aunque ya egipcios y griegos propagaban el uso medicinal del agua salada para multitud de dolencias. Sea como fuere, cuando los valencianos y valencianas decidieron que darse un baño era una elección decente aparecieron los primeros locales de restauración y las cabinas para cambiarse de ropa, unas casetas de madera que hace tiempo dejaron de verse por Saler. 

Cuando los valencianos y valencianas decidieron que darse un baño en el mar era una elección decente aparecieron los primeros locales de restauración y las cabinas para cambiarse de ropa.

Una de las sendas que lleva hasta la playa Isabel Olmos

Lo que no dejaremos de ver durante nuestro tranquilo paseo por la Devesa del Saler es la flora típica del lugar: pinos, murta, zarzaparrilla, llentiscle y esparragueras, entre otras. Una flora que el paseante no puede dejar de disfrutar mientras recuerda como no, la lucha vecinal que provocó su protección. Ante la inminente destrucción del Saler como otros parajes de la costa valenciana con proyectos de urbanización de pisos a todo trapo, numerosas personas y colectivos se movilizaron para pedir, todavía bajo la dictadura, un Saler per al poble y la protección de este importantísimo ecosistema. Como escupidos enmedio de una biodiversidad de altísimo valor todavía permanecen algunos de los edificios que sí se llegaron a construir. 

Ante la inminente destrucción del Saler con proyectos de urbanización de pisos a todo trapo, numerosas personas y colectivos se movilizaron para proteger el ecosistema.

Sea como fuere, cuando vayan a esta pedanía o poble del sud de València recuerden siempre que además de chiringuitos y playas, en el Saler hay identidad, carácter, legado, tradición, memoria y mucha, mucha lucha. Quizás sea el compendio de todo lo que le convierte en un enclave tan especial.