El depuesto alcalde de Alberic, Enrique Carpi, ya apuntaba maneras cuando, nada más comenzar su mandato, se dejó encandilar por un profesional del ramo que le garantizaba fotos con famosos a precio de saldo. Desde entonces, los escándalos públicos y privados han jalonado la trayectoria de un hombre empeñado en sumar cada día mayores cotas de descrédito. Las sospechas sobre irregularidades urbanísticas, la tupida red clientelar tejida desde el ayuntamiento para moldear conciencias, el nepotismo más descarado y el reparto de generosos sueldos incompatibles con las más básicas reglas de gestión de los fondos públicos han compartido protagonismo durante una década con episodios de menor calado pero igualmente vergonzantes como la instalación de cámaras para espiar a funcionarios desde el despacho de la alcaldía, los empadronamientos irregulares y el fomento del transfuguismo. Muestras todas ellas de degradación de la política que crecieron en proporcición directa a los beneficios del boom inmobiliario hasta generalizar la corrupción en muchos organismos públicos. Alberic no es un caso único. Los juzgados dan hoy buena cuenta de ello. La perversión del sistema era conocida, pero hasta que la disoluta vida de Carpi no ha amenazado con poner en un serio aprieto al partido no ha llegado la reacción oportuna. Hay que felicitar al PP por su valentía, aunque ha tardado diez años en extirpar la tumoración. Tanta laxitud no hace más que enquistar los problemas.