Sólo tienes que encender el cigarrillo y aspirar profundamente. Ésas fueron las dos reglas sencillas que me explicó mi maestro de quince años cuando yo tenía otros quince. Acudí a la cigarrera de la plaza, compré dos Mencey emboquillados y me preparé para una ceremonia que me convertiría en adulto; algo así como cambiar mis pantalones cortos por otros largos, heredados de mi hermano, o afeitarme por primera vez la pelusa que adornaba mi labio superior.

Seguí las instrucciones en mi habitación, rasqué el fósforo, aspiré con fuerza y, para mi sorpresa, aquello me produjo una asfixia horrible y una tos prolongada que amenazaba con ahogarme. Como quien acude a la ventanilla de reclamaciones busqué a mi maestro en el arte de fumar. Algo me explicaste mal, le recriminé. Hice todo lo que me dijiste y casi me asfixio. No, me contestó paciente, precisamente eso es fumar; y añadió la frase clave, ya te acostumbrarás.

Aquello me dejó perplejo. Eso era fumar, y hacerse adulto consistía en acostumbrarse. En un ataque de rebeldía decidí que no, que no pensaba acostumbrarme a toser y ahogarme, y que, como Peter Pan, prefería dejar para más tarde eso de ser mayor. Ya ven, por ese gesto, tuve que arrastrar que mi virilidad se pusiera en juego cada vez que decía eso de «no fumo». Luego, cuando acudía a clase en la universidad, desde las últimas filas, no veía la pizarra por el humo que producían los que se habían acostumbrado a ser adultos.

Es verdad que una sociedad es más madura cuando tiene que prohibir menos cosas, pero ya sabemos que la nuestra no es demasiado madura, qué quieren que les diga. Sin saber cómo, se ha acostumbrado a premiar programas de la tele infumables, valga la expresión, a torturar animales sin pestañear, a que les toque la lotería repetidamente a los mismos, a castigar a jueces que defienden la memoria de todos y combaten el fraude, a permitir la corrupción y votarla en las urnas, y una larga retahíla de costumbres que sonrojaría a cualquiera y nos hace desconfiar de nosotros mismos. Tal vez si dejamos de acostumbrarnos a lo que no entendemos, a lo que nos hace toser y nos asfixia, a lo que resulta agresivo para la colectividad, a lo que es injusto e insolidario, entonces no harán falta tantas prohibiciones y nos haremos adultos de verdad. Y Peter Pan se podrá ir tranquilo al país de Nuncajamás.