Un aguacero de nieve empujado por vientos cruzados anuncia las fiestas navideñas en Rotterdam. De noche, las bombillas lucen ribeteando los techos de las casas como en un cuento infantil. Este el país que se dedicó a ganarle tierra al mar durante los 80 y 90 y aparcó los ingresos del gas natural estatal en gasto social.

Gert Widelrs, con su melena teñida de rubio pollito, el ultraliberal político de los Países Bajos (que no se sabe muy bien lo que pinta pero manda mucho), llama a la expulsión de los musulmanes y a negar la residencia a los que no demuestren un poder adquisitivo alto. Desprecia a los que viven a costa de su Neederland, que son la zona de la oliva, es decir, Grecia, Italia y España.

Los holandeses aceptan, mansos, deducir los plazos de las hipotecas de las declaraciones de la renta, pagar sus caros servicios sociales y médicos, las pensiones de jubilación se han convertido en fondos privados, obligados, de pensiones (casi 400 euros mensuales descontados en nómina). Pero cada día anuncia ajustes sociales, porque hay que ahorrar para las futuras pensiones de los jóvenes. Aquí se lo creen y lo aceptan sin rechistar. No son tan rebeldes como los belgas. El índice de paro no llega al 6%, por tanto todo va bien, aunque todo está privatizado y van cerrando los centros sociales culturales, con subvenciones denegadas a la música, museos y educación, de momento gratuita.

Lo del príncipe Guillermo y Máxima, que tienen no sé cuántas casas en Mozambique y pasan más tiempo allá que en su reino, ha sentado mal pero se perdona, porque hay curro para todo el mundo. Miro hacia Valencia, donde el yernísimo deseado por tantas plebeyas ha pegado un sablazo a lo guante negro que aquí, una servidora, no sabe si acudir, por un lado, a refugiarse en la lectura de La doctrina del shock, de Naomi Klein, y por otro, al monasterio zen donde acudió Leonard Cohen para encontrarse a sí mismo y recomponer sus pedazos. No puede ser nada purificante tanto dolor inyectado en nuestra mente. Nos vuelve duros de corazón, impotentes, indiferentes y agresivos.

Sin embargo, hay pasitos que conducen a un cielo añil, cálido, amable, risueño, conciliador, acogedor. Son aquellos que emprendieron los líderes latinoamericanos desde el saqueo gringo más impío. Lula da Silva se empeñó en hacer posible la reconstrucción y la unión de una Latinoamérica en cooperación, reduciendo al mínimo a la FMI con sus chantajes. Hugo Chávez, Cristina Fernández de Kirchner, Dilma Roussef han tendido puentes, con sabiduría diplomática, entre 33 países del continente más aplastado y colonizado por los EE UU y también por Europa. Han tenido que lidiar con dueños de prensa hostil (periódico Clarín, Argentina), con la corrupción entre sus ministros (a los que Dilma destituye de inmediato), con el narcotráfico, con golpes militares, hasta que un buen día han amanecido en sus propios brazos celebrando el nacimiento Celac.

Les queda un recorrido largo pero lleno de felicidad. Aún hay trenes que trazar, analfabetización, pobreza, labrar tierras, pero el acierto de nuestros hermanos ha sido la solidaridad de los de arriba con los de abajo. Los mandatarios latinos venían de pasarlas canutas, de no tener nada, de acumular listas de desaparecidos en su propia familia, de convivir con no saber leer ni escribir y no olvidar sus orígenes, ni la ética, ni el bien común, ni sus principios de origen humilde. Qué diferencia de talante y estar juntos, relajados, divertidos, rodeados de flores en la cumbre. Nada que ver con estos mandatarios y personajes de la corte europea tan tiesos, tan mecánicos, llenos de hiel. Alguien tiene que replicarle a Monti que fuera del euro en vez del abismo existe Latinoamérica, sin los insaciables de su casta.