Ninguna serie televisiva maneja con tanta maestría los alegres encuentros carismáticos como Mad men. En realidad, toda ella está construida sobre esos contrapuntos de la vida cotidiana. Ninguna otra entrega tanto conocimiento de los personajes en los encuentros casuales, esos que se suponen irrepetibles, en los que hombres que jamás se volverán a ver reducen su pudor y pueden contar su historia sin reservas, cuando resulta indiferente la verdad o la mentira, la creencia o la duda y solo brilla la emoción de las miradas. Así, los fragmentos de verdad se revelan ante testigos instantáneos que se hundirán de nuevo en el anonimato y en el olvido. Durante unos minutos, sin embargo, las presencias transfiguradas de esos personajes nos presentan una imagen de la eternidad y la fraternidad humana. La naturaleza de la actuación de Jon Hamm, el Don Draper de la serie, es tan efectiva justo porque todo su arte reside en una compleja gama de emociones apenas presentidas, anunciadas, permitidas en grados sutiles de tensión, en un brillo de ojos más o menos intenso. Ese minimalismo gestual, entregado a un control inhumano de las reacciones emocionales pero capaz de sugerirnos abismos insondables de inseguridad, de violencia y de inquietud, es lo que presta a su personaje una emoción desconocida, que destapa de repente todo lo que de oscuro había en la época de los melodramas del viejo Douglas Sirk. Jon Hamm es un Cary Grant tenebroso y ahí reside su atractivo y su talento. En los encuentros azarosos, su carisma es conmovedor.

¿Pero qué pasa cuando los hombres que se reconocieron en un encuentro furtivo se vuelven a ver? Una serie que ha usado tanto de estas irrupciones, es lógico que en algún momento ironice sobre sí misma y se entregue a explorar la rutina de ese carisma. Y Mad men lo hace a lo grande en el famoso episodio en que Draper es llamado por teléfono, en horas bajas, para comer en la suite del Hilton de Nueva York. Y allí está, el mítico Conrad Hilton. El dueño de la famosa cadena hotelera no es otro que el viejo y desconocido vaquero republicano que, episodios antes, buscara un güisqui en soledad, cansado de una estúpida fiesta, y allí coincidiera en su hastío social con un Draper libre y sereno. El primer encuentro acumula un estrato civilizatorio americano arcaico. Dos solitarios se cruzan de forma azarosa en la frontera, en el claro del bosque, se toman una copa, recuerdan su tierra e infancia y siguen su camino. Y en verdad eso es lo que son. Pero en el segundo encuentro otra realidad emerge, otro nivel humano, otro mundo.

¿Qué pasa cuando aquellos dos seres humanos se vuelven a ver? De algo no cabe duda. Sólo aquel encuentro inicial fue libre e igual. Tan pronto la relación se repite, la diferencia humana irrumpe, con sus relaciones de poder. A más encuentros, más diferencias, y esto significa ante todo más poder desequilibrado en las manos de uno. El carisma no se hace rutina, no se desgasta, no se pudre o pierde brillo por el paso del tiempo. Hace todo esto porque es sustituido por relaciones de poder. Es como una maldición del tiempo. Para durar, alguien ha de tener poder. Y eso es lo que ve el espectador, en un proceso fílmico perfectamente medido. La emoción de los primeros encuentros todavía recuerda aquel flechazo en el que dos almas parecían gemelas y amigas. Pero uno de ellos ahora no cuida del pudor ni de las reservas. Hilton viejo, ya sin vista, incapaz de controlar su propia empresa, pero todavía con la indomable ambición de llevar la forma de vida americana al mundo, sueña con ese hijo adoptivo sobrio y capaz que le parece Draper. Entonces comenzamos a darnos cuenta de hasta qué punto lo pulsionalmente humano siempre alberga algo de monstruoso. Hilton en el fondo quiere colonizar el alma entera de Draper. Y pone su poder a prueba.

Entonces comienza la batalla entre los dos hombres que se saludaron como iguales un día y que ahora comprenden la poca verosimilitud de aquella ilusión. La ironía de Mad men, que muestra la edad de oro del capitalismo clásico americano €«Comer o ser comido, así me crié», dice el viejo Bertram Cooper, el fundador de la empresa€ reside en desmitificar la ideología capitalista del contrato. Para el pensamiento liberal, un contrato es la expresión fundamental de la libertad y de la igualdad. Para los guionistas de Mad men, mucho más desilusionados y sabios, es sólo el camino del poderoso para imponer condiciones al débil, el acta por la que los roles sociales de poder se concretan y se definen, el permiso para intervenir en la vida del firmante con cláusulas de exclusividad y de obediencia. Draper, que ha sido salvado de los accidentes de su empresa justo por no firmar contrato alguno con sus jefes €así sobrevive a la trampa de la intervención inglesa€ lucha como un pionero por su libertad y por los vínculos exclusivos de la palabra. Al final, Hilton impone el contrato y sabemos hasta qué punto eso lo autoriza a disponer de la vida de Draper. Firmar el contrato no es un ejercicio de libertad, sino la pérdida de su soberanía, la atadura a la dependencia del poderoso.

La forma más desnuda del poder entonces se pone en marcha para firmar el maldito contrato. Y la dureza de la vida que nos describe esta serie, bañada en el frío amargo del hielo dorado de las copas, jamás brilla mejor que cuando Cooper, el amante de Rocco, está en condiciones de usar todo el saber acumulado sobre Draper para inducirlo a firmar. La cesión y la entrega se producen en un contexto en el que se ponen encima de la mesa los mayores secretos de su vida, que ahora son invocados de forma inmisericorde y humillante. «Fima €le dice su viejo jefe€ quién sabe quién estará firmando de verdad». Toda la capacidad de chantaje, toda la intensidad coactiva se pone en tensión aquí. De forma muy gráfica, los abogados que preparan el contrato sólo son de una parte, la de Hilton. Todavía más dura, la escena en la que un Draper completamente convertido en un feriante, defiende un trabajo decepcionante ante un Hilton inflexible, rocoso, que se cree con tanto más derecho sobre el talento de Draper cuanto más emocionado lo miró a la cara con la debilidad de un viejo, en otros instantes. Esa dureza terrible e inhumana que no quiere despedirse de su sueño de poder €un Hilton en la Luna, como el viejo Calígula€, y cuyo fanatismo («Dios está con nosotros») salta por encima de cualquier aprecio humano antes entregado hasta la debilidad, ese rostro endurecido, debilita a Draper hasta amenazar su suerte entera. «Parecías humano», creemos escuchar que dice este hombre amargado, desarbolado. En realidad Hilton es de una humanidad despiadada y feroz, y ésa es la que ha hecho el capitalismo. Draper por el momento es un fugado de la vida. Pero poco a poco aprenderá a guardar esta dualidad siniestra, comprensiva y feroz al mismo tiempo.

¿Que por qué creo necesario analizar este episodio de Mad men? Por su valor pedagógico insuperable, desde luego. Mi recomendación: que lo vean quienes tengan que firmar el contrato de rescate de España, uno de estos días. Les ayudará a pasar el trago.