Hace 95 años, el filósofo y matemático galés Bertrand Russell publicó un librito de 38.000 palabras „The Practice and Theory of Bolshevism, Nov. 1920 (edición española, Teoría y práctica del bolchevismo)„ cuya lectura nos ayuda a comprender cómo los dogmas son tan inmutables y útiles como una estaca clavada en el desierto de Néguev. The Practice trae muchos recuerdos. La escudilla que ofrecieron a Russell, poco después de la Revolución Rusa, como a H. G. Wells y a otros intelectuales de izquierdas invitados y agasajados por el gobierno de Lenin, hoy volvería a verla, a un siglo de distancia, con el mismo desencanto sobre la mesa de la Europa mediterránea. No necesitaría refrescar sus reticencias ante la inacabada utopía bolchevique con un nuevo discurso profético. Russell, como Wells o la activista anarquista Emma Goldman, entornaron los ojos, pero no pudieron cerrarlos del todo ante los dislates del régimen de Moscú, y así lo reflejaron en sus escritos, en los que se puede detectar cierto temblor de manos al sentirse culpables de traicionar sus sólidas ideas sobre el socialismo.

Russell percibió durante su visita a Rusia la insuficiencia de las cartillas de racionamiento, que dejaban en precario a millones de personas y favorecían el estraperlo. Se habían abolido las clases sociales, pero se generaban conflictos entre los obreros industriales y los campesinos, que podían distraer, a pesar del férreo control del Estado, una mínima parte de su cosecha. Simultáneamente crecía el desamparo de la población frente a la ostensible mejora de las clases dirigentes. Las manifestaciones y desfiles oficiales no bastaban para levantar el ánimo de las masas, sometidas a «salarios bien sudados, horarios laborales prolongados, servicio industrial obligatorio, prohibición de la huelga, disminución de las raciones ante la baja productividad y un ejército de espías responsables de informar de la deslealtad política y el encarcelamiento de los disidentes. Tal es la realidad de un sistema que aún proclama gobernar en nombre del proletariado».

«Me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años „escribió Buñuel en Mi último suspiro (1982)„, llegarme ante un quiosco y comprar varios periódicos€ Con los periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba». Seguramente, si las cenizas de Russell se juntaran por un momento, al estilo de Buñuel, para permitirle echar una miradita a este mundo, no tardarían en esparcirse de nuevo sobre las lomas de su tierra natal, con su alma enojada por la terquedad y permanencia de los viejos dogmas.

Es probable que el partido de Pablo Iglesias, quien sólo conoció la última fase de la URSS, gane las elecciones generales en España y asuma el poder bajo las luminarias de Lenin, Trotsky o Stalin. Si así fuera, a Buñuel y a Russell, en su vuelta ocasional a este mundo, se les saldrían los ojos de las órbitas cuando, mochila al hombro, el nuevo presidente del Gobierno del Estado español, en el que no cree, acuda a firmar su compromiso con la nación, a jurar o prometer fidelidad a una Constitución que piensa cambiar inmediatamente, en presencia de un rey a quien va a expulsar del país antes de declarar la Tercera República, y emplear las mismas armas que pone en sus manos nuestra democracia liberal „libertad de expresión y asociación, libertad de mercado y creación de empresas„ para acabar con ella. En medio de la hostilidad de las naciones verdaderamente democráticas, nacerá un Estado que extermine el parasitismo y la corrupción mediante la nacionalización de los medios de producción, la instauración del trabajo obligatorio y la militarización del país.

«La naturaleza humana „dijo Russell, en base al dogma bolchevique„ se puede transformar por la fuerza». Sus últimas palabras en este tratado recordaban la vulnerabilidad del capitalismo ante la guerra y su esperanza en que en un futuro incierto el comunismo no lo fuera en la misma medida. La historia se encarga de demostrar si todo esto ha sido una magna solución o una simple patraña.