España se ha partido en dos. Queda por dilucidar cómo de grandes son las mitades. Que una es la vieja y otra la nueva, parece claro. Que una hiela el corazón, también. Que una es el pasado, desde luego. Todas las encuestas lo dicen: los viejos se van con el PP y el PSOE. Los jóvenes con Ciudadanos y Podemos. ¿Quiere esto decir que en el fondo Ciudadanos es un nuevo PP y Podemos un nuevo PSOE? No. Quiere decir que los viejos estilos de hacer política no son de recibo. Nadie que esté movido por una voluntad de ver claro, los sigue. Sólo son atractivos para quien se asienta en el miedo. Es un error sintomático que Pedro Sánchez invoque el «cambio con seguridad». En ese argumento gana Rajoy. Si quieres seguridad, mejor no cambies.

España se ha partido en dos, la que quiere cambiar y la que no. Y la cuestión es quién va a ganar la partida y hasta dónde. Yo creo que tiene que ganarla la España que quiere cambiar. Esa es la España joven, la que juzga intolerable vivir con esta clase política que nos ha avergonzado desde los tiempos finales de Felipe González hasta la fecha, sin interrupción, la que nos sigue avergonzando cada día que abrimos el diario. Si no, lean ese fragmento de las cintas del alcalde de Xàtiva y presidente de la Diputación. Échenle imaginación. Pónganse en situación, como decía san Ignacio de Loyola. Hagan el esfuerzo de identificar billetes de 500 euros. Luego déjenlos pasar entre sus manos, al tiempo que cuentan «1000, 2000, 3000, € 12.000: dos millones de "pelas"». No se emocionen. En Rus era una práctica normal. No cuenten con nerviosismo. Él llevaba años en eso. Nada de inquietud. Nunca le pasó nada. Imaginen a los compinches a su alrededor, entre ellos el que graba la escena. Y cuando estén a punto de creer que están rodando una película de gánster, porque la escena tiene lugar en un anónimo coche, recuerden que el tipo es el presidente de la Diputación de Valencia y que esos billetes son sus billetes, sus impuestos.

Fabra ha dicho con razón que está avergonzado. Avergonzarse es un verbo que se conjuga sobre diversas evidencias, pero invoca un sentir comunitario adecuado. ¿No es de sentido común avergonzarse ante Rus? Manuel Cruz, en un artículo propio de un mal día, argumentaba en El País que apelar al sentido común es el viejo truco en el que coinciden los malos, Rajoy, Junqueras e Iglesias. Como dijo Borges una vez, los sistemas de clasificación son muy raros, pero el que utiliza Manuel Cruz aquí es digno de aquella antología de lo gratuito. Unir a Rajoy e Iglesias con esta retórica es algo peor que un truco. Es disfrazar una descalificación con algo parecido a un argumento. Porque sentido común es lo que vincula al representante y al representado y es lo que permite que exista convergencia en los juicios y responsabilidad política. Cruz ha debido olvidar de repente el trabajo de Hannah Arendt sobre el problema del juicio en Kant. La política se levanta sobre el hallazgo de ese denominador común que decide el juicio compartido y funda la representación. Y justo porque el sentido común es un conjunto complejo de valoraciones, intereses y actitudes, por lo general un sistema de latencias propio del mundo de la vida, en cada presente deben emerger aquellas dimensiones operativas que cristalizan en la representación política y marcan las prioridades de una sociedad. La lucha política es la lucha por definir y representar el sentido común y fundar juicios compartidos sobre temas priorizados.

Y esto es lo decisivo. Que España se ha roto en dos se ve en que hay una lucha por definir el sentido común. La seguridad o la estabilidad son valores. Defenderlos es legítimo en democracia. Sobre este eje quiere definir Rajoy el sentido común de los españoles, sin duda porque cree que eso le favorece. Pero nosotros tenemos el derecho a discutirle que los españoles estén tan acobardados, y tan inseguros, como para no colocar el centro de sus prioridades sobre otro punto: hacer pagar políticamente a los responsables del PP y PSOE tanta vergüenza colectiva como nos han causado. Rajoy quiere que el sentido común de España sea esa percepción acobardada que le entregue de nuevo la confianza. Yo digo que ese no es el sentido común propio de una ciudadanía libre y madura. Esta no tiene piedad con el responsable político que se ha corrompido, ha permitido que se corrompan sus subordinados, ha ocultado pruebas para perseguir el delito, ha mantenido a sospechosos en sus cargos, se ha apoyado en gente que confiesa no tener un sentido ético compartido. Si la ciudadanía no repudia de forma incondicional al político que incurre en estos supuestos, entonces se parece mucho al tendero que paga al matón del barrio porque mantiene la paz. Una paz y una seguridad que tiene que cobrarse mordidas ya no es paz ni seguridad. No la paz y la seguridad públicas. Eso es lo que está en juego: un sentido de lo público exigente y maduro. Sólo se puede defender perfilando un sentido común poderoso.

Lo que parece que ha olvidado Cruz es que la invocación al sentido común es siempre material y por eso polémica, tan polémica como la política. El contenido puede no unir a la gente, sino diferenciarla para decidir la mayoría. De ese modo, el sentido común es lo que está en disputa, uno más de los objetos de la lucha política. Se trata del poder de la opinión, del poder democrático. En la lucha por definir el sentido común y hacerlo operativo convergen todos y no solo Junqueras, Rajoy o Iglesias. Todos luchan por activar, de entre los valores compartidos, aquellos que en una situación de juicio o decisión deben situarse en el centro de la agenda. Y lo propio del oficio del humanista público es dar razones en ese combate democrático, no despreciarlo como un truco.

La España política se ha partido en dos, pero no su sentido común. La lucha sigue abierta. Rajoy no tiene razones para proponer la estabilidad y la seguridad como su oferta. ¿De qué estabilidad habla? Pues la verdad es que allí donde ha gobernado su partido, como en Valencia, no ha producido estabilidad ni seguridad. En realidad, por donde pasa el PP vemos erosionadas las viejas formas de vida, las antiguas evidencias compartidas, los valores estables de la España madura que deseamos. Hoy, la agenda neoliberal es el dispositivo más eficaz para la eliminación de todos los valores compartidos y estables propios del mundo de la vida. En su afán por reducirlo todo a razón económica, no es de extrañar que el neoliberalismo haya levantado contra sí a todos los demás elementos de la acción social: desde la cultura, a la religión, desde la política a la ciencia, desde la educación a la sanidad, desde la familia a cualquier estructura solidaria, desde un eros plural a un feminismo responsable. Respecto a esta agenda tiene que darse la batalla por el sentido común. Ciudadanos debería ser más explícito sobre este asunto, el más importante.

La situación es si vamos a ser capaces de identificar los cambios que impidan el triunfo de esa agenda. España se ha roto en dos, pero todavía no hemos contado las mitades. Identificar los cambios necesarios es algo más que identificar la vergüenza, pero esta pasión debería ser la que una a la gente en una sincera voluntad de cambio. Y aquí lo decisivo es transformar los partidos políticos y su relación con la ciudadanía. No se trata solo de exigir cabezas notorias, entregadas de mala gana. En este sentido, Susana Díaz no ha hecho ni dicho nada claro y no se la debería apoyar. Pero tampoco se trata de disolver los partidos en movimientos sociales. El ajuste de Podemos era necesario y adecuado y Monedero ha acabado por comprender que algunas palabras de su despedida sobraban. Iglesias, por su parte, estuvo elegante e impecable en su respuesta al amigo. En todo caso, dimitir por valores políticos en lucha no es parecerse a los demás partidos. De ellos no tenemos noticia acerca de debate político alguno ni de una dimisión por su causa. Podemos ha de ser el motor de un cambio profundo en España, como se ve por sus magníficos candidatos de Madrid, que no pueden ser confundidos con los adornos solitarios que ha pintado el PSPV en su lista. Se trata lograr un adecuado equilibrio entre las decisiones de los órganos de dirección y las redes ciudadanas. Todo depende de esto. Pues mientras que el jefe de un partido sea quien decida todos los cargos relevantes del mismo, tenderá a operar como Rajoy y Díaz: protegerá hasta el escándalo final a los responsables políticos de corrupción, porque son carne de su carne. Pero cuando el lugar de un político en el órgano directivo lo marca de algún modo la ciudadanía, esta puede ser despiadada y retirarle el favor al implicado.

En este asunto, que reclama cambios en la ley electoral, en la estructura de los partidos, en el reglamento del Congreso, y en la financiación, España está dividida, pero no por mitades. El PSOE debe ser presionado al cambio, dejando a Susana Díaz sin apoyos hasta el momento necesario. Sólo el PP estará con lo viejo. Su voluntad de formar el sentido común sobre la estabilidad, está diseñada para no cambiar nada en su interior, algo improrrogable. Ahí se une todo. Porque el neoliberalismo, para imponer su agenda, necesita partidos así: autoritarios, obedientes y separados de la ciudadanía.