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Los Simpson

Alguna que otra vez hemos hablado ya usted y yo sobre la importancia de un final. Bueno, o malo, pero un final oiga. Pasa con todas las cosas buenas de la vida, disfrutamos de algo que nos gusta el tripe cuando tenemos la certeza de que acabará. Un helado, un buen libro o unas vacaciones. Menos el amor, todo debe acabar. Y, por supuesto, las películas y las series ocupan un lugar más que importante en la lista de finales necesarios capaces de engrandecer su ya de por sí buen argumento.

Porque con lo que no se acaba pasa un poco como con lo que es gratis, que al final carece de todo valor e interés. Fíjese que cada vez que cae entre mis manos el mando a distancia a la hora del mediodía pienso un poco lo mismo. Y si les digo que es Antena 3 el canal que elijo, y que mi mediodía oscila entre las 14 y las 15 horas, pues seguro que ya sabe a qué me estoy refiriendo.

¿No le da ya a usted también un poco de rabia la familia Simpson y las estúpidas bromas de Homer? Mejor sería que el creador Matt Groening hubiera puesto final a los despropósitos de la familia más amarilla de la televisión antes que alargar como un chicle sin sabor la que ha sido sin duda la serie de dibujos animados por excelencia durante las últimas dos décadas.

Preferiría recordar una y otra vez escenas maestras de las primeras temporadas a base de reposiciones, antes que tener que soportar los nuevos episodios de algo que ya no tiene ni pies ni cabeza. Porque no hace falta cerrar una serie con un final al estilo Los Serrano para herirla de muerte y cargarse todo lo bueno que alguna vez fue. Solo hay que saber acabar lo que necesariamente necesita terminarse. Y punto.

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