Uno de los fenómenos que caracterizan a nuestra sociedad a la deriva es la fascinación por la realidad virtual, últimamente representada por la desaforada caza de pokémons digitales por todo el mundo. Ya se publicó en este periódico el pasado domingo un interesante artículo de Eduardo Jordá, pero la cosa da para más. Hace un par de semanas miraba yo atónito a un grupo de jóvenes que andaban como zombis por un magnífico parque de Budapest sin perder ojo a las pantallas de sus móviles. Mis hijos, mucho más al día que yo en casi todo, me lo aclararon: estaban intentando capturar algún pokémon huidizo. El parque era magnífico, con el sol filtrándose entre las ramas de árboles monumentales, pero para aquellos chavales toda aquella espléndida realidad era sólo el escenario para lo importante: localizar por el GPS de sus móviles algún pokémon escondido tras un tronco y capturarlo con su aplicación digital.

En la primera serie de dibujos animados, tanto los cazadores como los animalitos fantásticos, como la escenografía, eran virtuales. Ahora el cazador ya es una persona que busca una realidad virtual en un medio físico. Vamos progresando. No quiero ni pensar qué ocurrirá cuando los cazadores reales se pongan a adiestrar y hacer combatir a sus pokémons con los de otros por todo el mundo, que es el siguiente paso de la historia inicial. Todo ello para mayor gloria y cotización de Nintendo, la compañía japonesa que ha desarrollado la aplicación. Como es bien sabido, ya ha habido atropellos de cazadores de pokémons que cruzaban la calzada sin mirar, para no perder el rastro de algún pokémon legendario, y conductores de autobuses investigados o despedidos por cazar mientras conducían; e incluso una aglomeración nocturna en el Central Park de Nueva York, al correrse la voz de que merodeaba por allí un pokémon de los más codiciados.

Pero más allá de lo anecdótico y sorpresivo, esto es un magnífico ejemplo de la progresiva desvalorización de lo real, del mundo físico en el que habitamos y somos. No sólo refleja la pérdida de interés por la naturaleza, sino por la realidad tangible, que no puede competir, lastrada por sus restrictivas leyes de la física y la biología, con los fascinantes mundos digitales que la están sustituyendo en casi todo. No se nos debe escapar que solo defendemos lo que admiramos, y que es la mirada atenta la que selecciona lo que va a ser culturalmente valorado y lo que se condena a la degradación y al olvido. Ahora nuestra atención está en las pantallas, fascinados por una realidad virtual que nos aleja cada vez más de la realidad física que somos, la única que verdaderamente necesitamos.