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Europa 2017

Dos amenazas se ciernen sobre la Unión Europea en el año que se celebra su sexagésimo aniversario. Nunca fue fácil el desarrollo del original modelo de bienestar compartido, paz, libertad, y valores que constituyen el patrimonio de la construcción de la UE.

La primera de las amenazas es interna. El brexit, el avance de la ultraderecha populista y la perseverancia en la austeridad se unen al crecimiento de la desigualdad, la precarización del trabajo, la corrupción, y con ello el descrédito de la política, la desafección correlativa respecto de las instituciones, incluidas de modo principal, las europeas.

La segunda, deriva de un nuevo horizonte en las relaciones internacionales, políticas, económicas, financieras, comerciales. El nuevo liderazgo norteamericano parece inclinado por sustituir el multilateralismo por el bilateralismo, o incluso el unilateralismo en una perspectiva profundamente reaccionaria, desreguladora, proteccionista, camino de una polarización en competencia con China, y con aliados tan sorprendentes como Putin.

En ambos casos bajo el influjo innegable del pensamiento neoconservador, tanto en materia política como, sobre todo, en cuanto se refiere al sistema económico-financiero, a sus regulaciones, y el objetivo declarado de desmantelar los beneficios del estado del bienestar.

Lo cierto es que el influjo reaccionario ha impregnado los objetivos de la alternativa democrática, desde las tendencias compasivas de la democracia cristiana a la socialdemocracia, fundamentos del mismo edificio de Europa, de la Unión Europea. El mercado sin límites, el saqueo de lo público, la eliminación de los derechos fundamentales, parecen haber abducido a las dirigencias políticas de ambas ideologías.

El fracaso del proyecto de una Constitución para Europa, en 2004, ya apuntaba a las dificultades generadas por el nacionalismo de los Estados y la seducción de algunos electorados por la vuelta a las fronteras ante la inmigración. La crisis sistémica que todavía nos aflige conlleva una desaforada adicción por las recetas económicas de austeridad con su correlato de precariedad y deterioro de las prestaciones sociales, de salud, de educación.

Los conflictos latentes, o peor los encapsulados, amenazan con salir a la superficie en términos poco apacibles. Así, el brexit ha destapado las divergencias internas en el Reino Unido. Las devolved nations, en su terminología política, Escocia, Gales, Ulster, por razones diferentes, se enfrentan a Theresa May en cuanto a su interés en seguir en el mercado único, aprovechar las transferencias de Fondos Estructurales de la UE, y proseguir en la libertad de movimientos o incluso la acogida de refugiados.

La permanencia de los conflictos en el este, de Ucrania a los Balcanes, aumenta en la medida que la ampliación de la UE en 2004 no solo tuvo como objetivo extender valores, beneficios, y democracia a los antiguos Estados dependientes de la URSS, sino además adelantar las fronteras de la OTAN hasta la nueva Federación de Rusia.

Este hecho, poco subrayado, amenaza las necesarias relaciones de vecindad, que además en el caso es europea, y dotado de fuerza y fuentes de energía necesarias para la estabilidad propia, común a todos. Al igual que en el Mediterráneo, la ausencia de una política exterior común y del ejercicio de la fuerza disuasoria confirman la debilidad europea en ambos aspectos.

No resulta incongruente que el nuevo presidente de EE UU enfatice estas carencias, con un objetivo por su parte explícito, en su expresión más burda como el «America first», pero de modo no menos claro «que los europeos se paguen su defensa», es decir que incrementen sus presupuestos hasta un 2 % de su PIB siempre dentro de la OTAN con su cadena de decisión y mando.

De la misma manera que choca con el acervo europeo acumulado en seis décadas, el menosprecio hacia la sostenibilidad medioambiental, la acogida de perseguidos y refugiados, la ampliación de los derechos y libertades individuales, y la protección colectiva del trabajo, del ahorro, de las pensiones, o el acceso universal a la salud, la educación y las prestaciones sociales.

A lo largo de sus sesenta años de existencia, la UE ha contribuido de modo decisivo a corregir las desigualdades territoriales, a instrumentar la conectividad a escala de las redes transeuropeas, de la que por cierto forma parte el tan traído Corredor Mediterráneo, a mejorar las condiciones de la vida rural, a contribuir decisivamente en la mejora o implementación de infraestructuras urbanas como el Metro, declarar bienes públicos el agua y su calidad, a fomentar la investigación, la innovación, la transferencia de tecnologías, la formación y el intercambio de docentes y alumnos. Y por supuesto, a crear un mercado único dotado de reglas y con ciertas dificultades un espacio financiero propio, dotado de una moneda única, con sus instrumentos, el Banco Central Europeo, el euro.

Todo ello bajo principios éticos, morales, traducidos a la política como valores inexcusables para formar parte de la misma UE, siempre bajo la bandera de la paz tan duramente conseguida, como de la libertad, tan sañudamente perseguida en el siglo de las catástrofes, de las dos guerras mundiales, de los conflictos civiles.

La amenaza de una nueva polarización, la destrucción del tejido multilateral, incluidos los tratados inexplicados a la ciudadanía como el CETA recién aprobado por el Parlamento Europeo, o el agónico TTIP, el desplazamiento estratégico del complejo militar-industrial norteamericano hacia Asia-Pacífico abren una nueva etapa cuyo alcance y consecuencias son imprevisibles aunque no presagian nada bueno para la estabilidad, el desarrollo de los derechos humanos y la forma europea de aplicarlos al bienestar compartido.

A ésta se une la sombra negra del renacimiento de los fascismos en el seno de las democracias más asentadas de Europa, cuyo empuje electoral mediremos en este 2017, con el crecimiento de la extrema derecha en Holanda, Francia y Alemania en entregas sucesivas que se añaden a gobiernos de Estados miembros de la UE como Hungría y otros, con menor tradición de guardar las formas democráticas.

La tardía reacción de la UE, de su presidente Juncker, y las alternativas de más y mejor Europa las dejamos para la próxima entrega.

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