Las generaciones de estudiantes de Bellas Artes formadas en la inmediata posguerra, no renegaron de la pintura de Joaquín Sorolla, pero se opusieron a la manipulación que se hizo de su obra desde las instancias oficiales promoviendo un casticismo localista e impermeable que impedía cualquier contacto con el exterior, entretanto favorecía la presencia de un luminismo al uso (Tuset, Pons Arnau, Manuel Benedito, García Ramón, Casimiro Gracia, Alfredo Claros), muy del gusto de una sociedad conservadora, y que, en su conjunto, dio en llamarse sorollismo.

Manolo Gil (1925-1957) fue el mayor exponente de los iniciales movimientos rupturistas, fundando en 1947 el Grupo Z y realizando aquellos años una pintura contrapuesta, de ámbitos interiores, bodegones con materiales pobres, y retratos en ámbitos oscuros, hasta el final del periodo autárquico, en 1951, cuando se abrieron las fronteras y se pudo respirar el aire fresco del conocimiento. Durante los años que siguieron, arrastrada por la inercia de la novedad como valor, la pintura de Joaquín Sorolla (como ocurrió, asimismo, con la de Ignacio Pinazo) apareció excluida de los horizontes sucesivos, y ni en el posterior Grupo Los Siete (1950-54) (Michavila, Genovés, Fillol Roig, Castellano), ni en el Parpalló (1956) contaron con su antecedente, ni como arrimo, ni como alejamiento.

Sin embargo, la posición divergente influyó en los paisajistas valencianos del momento, de tal suerte, que huyeron de cualquier referencia a aquel horizonte suyo. Así, Francisco Lozano comenzó con paisajes monocromos, para volver a pintar la costa, pero a cincuenta metros de la orilla, recreando las floraciones que surgen entre las dunas; Genaro Lahuerta y Luis Arcas se fueron a las montañas; y Joaquín Michavila realizó sus prodigiosas obras modernas en el Llac, es decir, en el lago de l´Albufera. Así, quedaron postergados de la historia los antiguos sorollistas; y rechazados, otros nuevos, que pintaban reiterados temas costumbristas, al uso de los calendarios o de las tapas de las cajas de bombones.

El arte de los sesenta se ocupó de asimilar el pop-art americano para denunciar la represión (Equipo Crónica, Realidad, Toledo, Genovés, Anzo) y por tanto, cualquier referencia a la pintura de Joaquín Sorolla parecía inimaginable. Sin embargo, con el final de la dictadura, al amparo del sosiego de las posiciones críticas y tras el contacto con una revisión profunda de las teorías de las vanguardias surgida durante los años ochenta, la obra de Joaquín Sorolla vuelve a surgir en el horizonte, alejada de cualquier revisión conservadora después de ser llevado al IVAM en diciembre de 1989, de la mano de Tomàs Llorens y de Vicent Todolí.

Desde entonces, liberado definitivamente de referencias ajenas, y ya de vuelta a la pura comprensión estética, su pintura no solo ha aparecido en reiteradas ocasiones entre las muestras del referido Instituto, sino en multitud de presencias y de revisiones colectivas, alcanzando su punto más culminante en 2007, cuando se presenta en la Fundación Bancaixa la impresionante Visión de España presente en la colección de la Hispanic Society americana, comisariada por Felipe Garín y Facundo Tomás, convirtiéndose muy ampliamente en la muestra más visitada de la historia en la Comunitat Valenciana, cuyo éxito se repitió en otros lugares, entre ellos el MNAC y el Museo del Prado.

Es evidente que, cuando, ahora, diez años después, se plantea la conveniencia de abrir, o no, un Museo Sorolla en la ciudad, no solo lo podemos entender como la consecuencia de una larga tradición de afectos hacia su pintura, sino también, porque pasado el tiempo, ya nadie se cuestiona la obra del maestro, ni como referente estético, ni como propio de un gusto interferido por la circunstancia; es decir, con lo tradicional o lo moderno, con lo conservador o progresista. (Sorolla, amigo de Blasco Ibáñez y de Francisco Giner de los Ríos, el fundador del Instituto Libre de Enseñanza, simpatizaba con ideas republicanas).

Sin embargo, mientras prosigue el debate acerca de ese interesante proyecto es, a mi juicio, oportuno, reflexionar sobre un peligro que ante ese nuevo escenario podría plantearse: regresar a un sorollismo, en este caso, apremiado, por el visitante urbano. Me explicaré: si algo hemos aprendido de la teoría contemporánea del arte, es, que se trata de algo más que la representación formal; de tal suerte que, con referencia o no, a una concreta realidad perceptiva, lo que observamos es pintura, y como quiera que la de Joaquín Sorolla fue excelente desde su juventud, no es imprescindible exigir para poner en marcha un centro como el proyectado, que deba ser abrumadora la presencia de sus referentes al paisaje luminoso valenciano. Es cierto que se trata de la obra más reconocida y de mayor raigambre popular, pero también lo es que, como todo gran maestro, realizó impresionantes academias, estudios, preciosos apuntes, y magníficos retratos, alguno de los cuales podemos admirar en la colección del Museo de Bellas Artes, como el de Cristino Martos, un político del XIX, de larga trayectoria revolucionaria, cuya hondura psicológica lo hace sumamente interesante, convirtiéndolo en uno de los mejores en la historia del arte valenciano.

Si durante casi un siglo, nadie fue capaz de entender a Joaquín Sorolla como una apuesta moderna y decidida por romper con aquella visión de la España entristecida y plena de convenciones, que pintara Zuloaga, y hemos sido testigos de una calificación menor hacia aquellos que decidieron pintar sus temas con su propia luz; lo que ahora no nos debemos permitir, es reducirlo a sus impactantes obras de las orillas y de los atardeceres, por mucho que en ellos vaya la imagen estética de nuestro propio imaginario. Joaquín Sorolla fue mucho más y por ello no podemos convertirnos en nuevos sorollistas urbanos.

Manuel Muñoz Ibáñez es Presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos