No ha dejado de resultar paradójica e irónica -si esto no es una redundancia: toda paradoja encierra su dosis de ironía- la exigencia del PP hacia Inés Arrimadas después de las elecciones catalanas. Al haber ganado su partido en número de escaños, ha considerado que ella tenía que intentarlo todo. Pactar con sus enemigos naturales, asaltar la mesa del Parlament y conseguir la presidencia del Govern. Ella se estaba quieta y contestaba que nunca tendría mayoría para nada de eso. Efectivamente: era tan cierto como lo que se sabía que iba a llegar: el pacto entre los independentistas que sí obtuvieron la mayoría en votos y escaños y su nuevo gobierno y control del Parlament. Lo sabía Arrimadas y quiero creer que lo sabía el PP y que su insistencia sólo era para desgastar a la líder de Ciudadanos en Cataluña -su lugar natural, nunca lo he visto en el resto de España, pero no soy analista de la cosa, ni eso que llaman politólogo- y sublimar la irritación por su fracaso electoral ante, precisamente, Ciudadanos.

Lo más curioso -en lo público interesa la memoria de mosquito y molesta la de elefante- es que Mariano Rajoy, tras el resultado de las penúltimas elecciones, hizo lo mismo que ha hecho Arrimadas ahora: declinar la posibilidad de postularse como presidente de Gobierno. Se negó ante el rey y calló en el Congreso. Entonces se consideró una jugada maestra y vista la irritación, roces y meteduras de pata de la oposición algo de eso debió de tener. Al cabo de unos meses se convocaron otras elecciones y Rajoy pudo formar gobierno. Con Arrimadas en Cataluña eso no habría pasado y lo sabe cualquiera que viva o conozca Cataluña (aunque bastaría con Barcelona). O sea que las exigencias del PP hacia ella eran, parece, malintencionadas e interesadamente amnésicas con lo suyo propio. Esto en política, por desgracia, es constante y una de las cosas que tienen harta a la ciudadanía.

Pero además, el caso es una metáfora de lo que ha pasado en estos últimos meses con el procés. Con su análisis crítico desde fuera, quiero decir. Y cuando digo desde fuera me refiero al aluvión de repentinos entendidos en la situación. ¿Cuántos columnistas, escritores y opinadores han descubierto lo que ocurre en Cataluña como quien descubre América en 2017? ¿Cuántos no han hecho su agosto -es decir, cuántos no han reforzado un nombre o han ampliado su público- escribiendo en los periódicos contra el procés? ¿Dónde estaban antes? ¿Qué les interesaba de Cataluña antes del procés? ¿Conocen sus escritores? ¿Su literatura en catalán y en castellano? ¿Su arte? ¿El románico del país? ¿Saben quien es Cambó y lo que hizo, por ejemplo, o recordaban a Tarradellas en sus artículos, cuando el procés no daba tan evidentes señales públicas, ni mostraba a las claras su voluntad de arrasar con todo para imponer lo suyo a costa de todos? Es más: ¿consideraban la cultura catalana una parte de la cultura española? ¿Se habían formado en ella, también? ¿Habían leído a Vicens Vives? ¿Estaban preparados para detectar las mentiras históricas del procés -desde el revisionismo de 1714 a su manipulación de la guerra civil y del franquismo- y discutirlas? ¿O hablan -escriben- ahora como loritos repitiendo tópicos de tertulia radiofónica? ¿Y la lengua? ¿La consideran un patrimonio común, o sólo el capricho estrambótico de un sector de la periferia?

Quien crea que estoy defendiendo lo que no he defendido nunca -la sicalipsis del procés- o no sabe leer, o es tonto. Que sepa que algunas de estas preguntas también podrían dirigirse a bastantes de los protagonistas del procés: desde el converso Artur Mas, que lleva un año andando de lado como los cangrejos, al gracioso Toni Albà que dice memeces como que «vivimos momentos parecidos al fin del franquismo», pasando por Carles el Belga, que al paso que va puede acabar disfrazado de radioestesista galáctico estilo Karadzic cuando lo pillaron. Pero no viene al caso ahora. Porque mientras se exigía a Inés Arrimadas que formara gobierno porque había ganado las elecciones, se confirmaba una vez más que los árboles de la política no dejan ver el bosque de la sociedad. Y esto es siempre un peligro. Y cuando se veía a tantos que nunca habían chistado -y motivos desde la entronización de Pujol los ha habido y no pocos- mostrar ahora sus estiletes contra el procés para así hacerse un nombre en la prensa o un lugar en la radio o la televisión, la sensación de estar ante un espectáculo de frivolidad infinita, era muy parecido a la perniciosa frivolidad de las mentiras que sustentan el mismo procés.

Nadie debería hablar en plan magistral sobre lo que desconoce, ni lucirse sobre lo que otros han sufrido y de lo que han tenido que protegerse durante años, más solos que la una, criticados aquí y silenciados allá. Mientras tanto, se exigía a Arrimadas lo que no se exigieron a sí mismos y ahora ha pasado lo que sabíamos que pasaría -al menos en Cataluña y en Baleares- desde la noche de las elecciones. Que los independentistas -tras semanas de hacer comedia- han pactado la presidencia del Parlament y pactarán la de la Generalitat para Puigdemont. Posiblemente, digo.