Tenemos por delante un largo periodo de frío que, con toda probabilidad, se extenderá hasta bien entrada la semana próxima. Febrero es un mes climáticamente impredecible, y este año toca frío, al menos en esta primera quincena. Pero las estadísticas históricas demuestran que febrero es un mes propenso a los dos extremos atmosféricos: unos años se manifiesta excepcionalmente frío y otros llega con extraordinarias anomalías cálidas. Los mejores ejemplos de esos dos comportamientos antagónicos son, probablemente, febrero de 1956 y febrero de 1990.

El primero de ambos es recordado en toda España y gran parte de Europa por ser el más gélido del siglo XX y por el devastador rastro de las heladas negras en las zonas naranjeras del Mediterráneo, donde los termómetros marcaron temperaturas bajo cero no una o dos noches, sino la mayoría de ellas, y no sólo durante cortos periodos de tiempo, sino desde la caída del Sol hasta el amanecer siguiente. La España rural vivió su peor pesadilla. En el extremo opuesto, febrero de 1990 fue uno de los meses que mejor alimentaron las sospechas sobre el calentamiento global a finales del siglo XX. Valencia, Alicante y Palma de Mallorca tuvieron temperaturas medias mensuales superiores a los 15 ºC, una auténtica barbaridad para un mes invernal.

Si el tiempo está realmente loco, febrero es la máxima expresión de esa certeza, como bien saben en Santander, ciudad que fue devorada a mediados de febrero de 1941 por un incendio que acabó con la trama urbana de su centro histórico durante un extraordinario episodio de vientos pirómanos, una de las suradas que tanto temen a orillas del Cantábrico.

Si se me permite la licencia, febrero es un mes bipolar. Tanto por los antagónicos comportamientos que muestra de un año a otro, como por la facilidad con la que encadena algunas veces varias entradas sucesivas de aire polar.