Larra se preguntaba, en 1830, si España no tenía escritores por falta de lectores, o viceversa; y concluía, exhibiendo su amargo pesimismo, que no se daba ninguna de las dos cosas: que aquí no había lectura ni escritura. Pero no era cierto. Este país tuvo y tiene todavía mucho de todo, pero —eso sí— en círculos pequeños y cerrados, en comunidades diminutas y aisladas. Hablamos, claro está —nuestra parva hermandad literaria lo habrá intuido al punto— de lectura y escritura verdaderas, y no de las melopeas eméticas de Ken Follett, las empanadas insignes de Laura Kinsale o los folletines hemofílicos de Bella Forrest. Hay literatura tanto más beneficiosa cuanto más ignorada, eso lo sabemos todos. Pero en cuanto a la otra, la buena, es evidente que Larra exageraba; quizá porque su afirmación categórica sólo era una hipérbole para expresar su desazón vital, o porque su romanticismo delirante hacía que lo creyese así, por muy ridículo que pareciera, como también creía —ridiculez insuperable— que Dolores Armijo era la condición sine qua non de su existencia.

Lo malo de la lectura y la escritura en España no es, por tanto, la poca producción o el escaso consumo, sino la incapacidad y el desconocimiento. La literatura egregia se publicita, se promociona, se visibiliza en unos ámbitos muy concretos, muy restringidos, prácticamente marginales, de manera que la sociedad en general no percibe su existencia. Se dirá que no es la miel para la boca del asno, aunque nadie negará que difícilmente podrá el asno educar el gusto si no se le ofrecen manjares alternativos a la hedionda cebada cotidiana.

Nuestras multitudes, embrutecidas por el veneno audiovisualoide, viven ajenas a las letras ilustres. Y no se hace nada para cambiar esta situación. Antes al contrario: en la programación de las lecturas escolares, que podrían ser el primer contacto con la calidad, se busca el halago al morbo, a ese voyeurismo nocivo provocado por el cieno que rebosa del espacio digital; esto hace que, hartos de violencia y pornografía, de amarillismo y aberración, los jóvenes no descubran otros tempos literarios, otras maneras de imaginar, otras delicadezas estéticas y otras fruiciones intelectuales, más profundas y humanas, que podrían ser suyas a cambio de una mínima elevación espiritual; que no se den cuenta de que lo grosero destruye más que alimenta; de que la chabacanería no saciará nunca el anhelo que les aletea dentro. Nadie les propone nada nuevo; nadie se atreve a sugerirles algo mejor.

Las masas iletradas o infraletradas huyen de los buenos libros, de los clásicos pasados y presentes; les parecen aburridos porque no han desarrollado la sensibilidad para disfrutarlos; o simplemente los desconocen porque la existencia de unos y de otros ha transcurrido en planos radicalmente distintos. Basta reflexionar un poco para comprender que la buena literatura seguirá confinada en la marginalidad elitista porque solo a sus autores y editores les interesa que salga de ahí.