«Por mucho que se erijan fronteras, que se construyan muros, diques y cercados, por mucho que se divida, seleccione y clasifique la humanidad entre aquellos a los que despreciamos, entre quienes no se parecen a nosotros o que pensamos no tienen nada en común, existe un único mundo del que todos somos sus derechohabientes. Ese mundo nos pertenece a todos por igual, y somos herederos de él aunque las formas de habitarlo no sean las mismas ?de ahí la pluralidad de culturas, lenguajes y maneras de vivir». Esta cita del filósofo y politólogo camerunés Achille Mbembe sirve de antesala a mi reflexión. Los flujos migratorios son consustanciales al ser humano y es legítimo y comprensible emigrar para encontrar un futuro mejor para ti y los tuyos. Cómo no huir de una zona de conflicto. La historia está repleta de oleadas migratorias que desplazaron a miles de personas de un lugar a otro, movidas por la penuria ?los italianos que emigraron a EE UU y Argentina- o por el exilio político ?el Stanbrook zarpó desde el puerto de Alicante hacia Orán y transportó a quienes huían de las tropas franquistas. Los años 50 y 60 vivieron la emigración de los países del Sur ?España, Portugal, Italia- hacia los países del norte de Europa, especialmente Francia, Suiza o Alemania. Sus nietos y biznietos residen allí; Manuel Valls o Anne Hidalgo son un ejemplo.

Vivimos una crisis migratoria, no tanto porque se trate de algo novedoso o de alcance extraordinario sino porque asistimos también a una crisis de la integración. El hecho migratorio se ha racializado y ahora focaliza la relación de un «nosotros» frente a «ellos». En lugar de entenderlo como un hecho natural, que aporta una mano de obra necesaria y una posible solución al envejecimiento del continente europeo, Europa, convertida en búnker, está obsesionada con sus políticas fronterizas, temerosa del auge de los partidos de extrema derecha xenófobos cuyo discurso anti-inmigración es su granero de votos y con un terrorismo islamista que, lejos de venir de fuera, recluta adeptos dentro. Europa se parece cada vez más a un buque sin rumbo, ha perdido el norte de sus valores de Humanidad.

Acoger a 629 inmigrantes a la deriva es hacer frente a una emergencia humanitaria y cumplir con la legalidad internacional. Las personas son poseedoras de derechos que están por encima de tener o no papeles, o de haber nacido en un lugar u otro. No hacerlo es reprobable, independientemente de que pudiera o no, derivar en sanción como ha apuntado la ministra Dolores Delgado. La decisión del Gobierno de España y de la Generalitat Valenciana ha demostrado que se puede hacer una política más humanitaria. La respuesta solidaria de la ciudadanía demuestra que no siempre se está de acuerdo con los mandatarios. Ahí están los alcaldes de Palermo o Sicilia ofreciendo sus puertos y afeando la conducta del ultraderechista de la Liga Norte Matteo Salvini. La decisión ha abierto el debate en nuestro país y lo ha reavivado en Europa, y tal vez haya llegado el momento de no tolerar más muertes en el Mediterráneo.

Hay quienes dicen que no caben todos, que no hay suficiente para todos. La construcción de Europa no se entendería, por ejemplo, sin la riqueza de África. La esclavitud, el expolio occidental, los beneficios de las multinacionales en las que trabajan ejecutivos europeos, la tala, la pesca ilegal, las actividades extractivas de todo tipo, o los sucesivos gobiernos corruptos y aliados de Occidente, por ejemplo, han contribuido y contribuyen a hacer lo que hoy es la opulenta Europa. ¡Que se lo pregunten a Francia! Allí hasta diputados de La République en Marche, el flamante partido de Emmanuel Macron, han reprobado la pasividad y el silencio del gobierno francés que podía haber ofrecido alguno de sus puertos, más cercanos que el de València. Se lo aseguro, las ayudas de Occidente a África no superan lo que realmente Occidente extrae de ella.

Porque nadie sale de su país por gusto. Las mafias son caras y estas personas coleccionan un periplo de huidas y supervivencia habiendo dejado a la familia en el país de origen. Los conflictos bélicos, el auge del islamismo, la pobreza o el recorte de las libertades se encuentran en el origen del éxodo. Cuando alguien espeta: «Mételos en tu casa» me entran ganas de contestar que, ojalá no fuera necesario que se metieran en mi casa -mi país- y que urge crear las condiciones para que nadie se vea obligado a emigrar. En cualquier caso, prefiero hacerles un hueco en mi país a verlos morir en el mar. A los agoreros que dicen que nos van a robar la Sanidad, que se van a llevar lo nuestro, me gustaría decirles que muchos «sin papeles» y, por tanto, sin derecho a sanidad pública hasta ahora, pagan sus impuestos viviendo y consumiendo cada día en nuestras ciudades, sin nada a cambio. Trabajan en la construcción, en el cuidado de mayores, en la limpieza o en el campo, a veces en condiciones penosas. ¿Cuántas empleadas de hogar o cuidadoras extranjeras hay que trabajan sin contrato legal, y sin que sus empleadores coticen en la SS? Europa, España y la Comunidad Valenciana no serían lo que son hoy sin la emigración de los años 60 y sin la inmigración de hoy. Ya no nos concebimos como seres humanos compartiendo un mismo planeta, no sólo estamos ante una crisis migratoria sino ante una crisis de la fraternidad humana. El derecho de asilo es un instrumento humanitario, y es necesaria, pues, otra política migratoria y otra actitud frente a los flujos migratorios.