Hay dos momentos cruciales en la historia en los que el papel del rey Juan Carlos I fue determinante para la la democracia en nuestro país: su apuesta decidida por el cambio de régimen político tras la muerte de Franco en 1975 y la posición marcada tras el golpe de Estado el 23F. Momentos cargados de luces y sombras pero que, sin duda, han resultado ser trascendentales para el avance hacia la democracia primero y la consolidación de la misma después. Hechos que, a su vez, apuntalaron la figura del monarca tanto social como políticamente.

Sorprende la capacidad con la que las monarquías en general han ido adaptándose a los diferentes momentos. Una evolución indiscutible que ha permitido la supervivencia de una institución tachada de anacrónica en no pocas ocasiones. La forma de monarquía parlamentaria es el culmen de esa evolución permitiendo la coexistencia de monarquía y democracia. En nuestro caso, se aprecia en los últimos tiempos un esfuerzo por mantener una imagen de modernidad y cercanía, elementos éstos fundamentales para la legitimación social de la misma.

La filtración de las conversaciones de la princesa Corinna relatando un supuesto comportamiento de dudosa legalidad por parte del rey emérito, ha puesto a la monarquía en entredicho, volviéndose a abrir el debate de la inviolabilidad del rey. Más allá de la veracidad del contenido de estas afirmaciones y de la oportunidad de que estas grabaciones se hagan públicas en este momento, hay un debate de fondo en torno a ciertas prerrogativas y privilegios que ostenta la monarquía y si éstos deben mantenerse de cara al futuro.

La sociedad es cada vez más exigente y ello es positivo. Actualmente, no es posible entender el ejercicio del poder sin ciertas exigencias tales como la transparencia. Desde saber en qué se gasta el dinero público hasta conocer el patrimonio de los responsables públicos, la transparencia se configura hoy como un elemento clave en lucha contra la corrupción así como en la evolución de la propia democracia.

En este contexto, y a la vista de la crisis de credibilidad que sufre la monarquía española, la pregunta es si no se hace necesario un nuevo impulso modernizador de la misma. Así, cuestiones como delimitar con claridad meridiana el alcance de la inviolabilidad -sin margen para la interpretación- establecer nuevos mecanismos de transparencia y control por parte de la ciudadanía, o, eliminar la prevalencia del varón sobre la mujer en la línea sucesoria son elementos que, probablemente, podrían ser revisados en beneficio de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado.

La legitimidad de una institución como esta se sustenta, en parte, por mantener su credibilidad frente a la sociedad. El mantenimiento de ciertas características propias del siglo pasado, hacen que aparezca como una institución fuera de la realidad actual, anacrónica. Quizá sea el momento de repensar la monarquía hacia una nueva regulación constitucional que la aproxime más a lo que es la sociedad democrática del siglo XXI.