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Ni las gracias

Rosa: «Es la frase que más veces he escuchado en toda mi vida. Cincuenta y cuatro inviernos. Dos palabras: ´Rosa, dame´. Mi marido estaba enganchado a esas ocho letras. Es más, y lo cuento ahora que nadie nos oye, fueron las últimas que pronunció antes de morir. Rosa, dame el periódico. Y se fue de este mundo echando pestes contra Cristiano Ronaldo por razones que no vienen a cuento. Rosa, dame el café. Rosa, dame el mando de la tele. Rosa, dame el teléfono. A veces se permitía el derroche de cambiar el orden: dame los calzoncillos, Rosa. Y yo se lo daba todo. Pertenezco a una de esas generaciones de mujeres a las que nos enseñaron desde la cuna a ser esclavas del hogar. Amas de casa, no: esclavas. Y me avergüenza reconocer que a mis dos hijas también las convencí de la necesidad de anularse como seres humanos libres y con derecho a buscar su felicidad. Menos mal que supieron desafiarme. Menos mal que no me hicieron caso y sus maridos no se convirtieron en señores de ordeno y mando. Rosa, dame las gafas. Y Rosa se levantaba con su artritis al hombro y le acercaba las gafas. Rosa, dame el papel higiénico. Y se lo daba. Rosa, dame la medicina. Y la tenía en el acto. Rosa, dame un beso. Y se lo daba ahogando el asco que me producía su aliento podrido. Fueron muchos años así. Una cadena perpetua que no se terminó con su muerte porque después llegó el momento de la farsa: fingir que lamentaba su ausencia, lloriquear en el funeral, aceptar las condolencias como si realmente las necesitaba. Sólo me conmovían las lágrimas de mis hijas. Las respetaba. Después de todo, su padre era como era pero nunca nos puso una mano encima. Pocos días antes de morir, me sorprendí a mí misma. Dame las gracias, Luis, le dije. Él me miró como si estuviera loca. ¿Las gracias por qué?, preguntó. Y se quedó atónito al escucharme reír».

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