La libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia y de cualquier otra. Nosotros, como muchos europeos, creemos que todos los ciudadanos deben poder ejercer dicha libertad con escasos límites; y no siempre estamos de acuerdo con la interpretación restrictiva que hacen algunos tribunales de dicha libertad. Es conveniente recordar que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, equivalente a nuestro Tribunal Constitucional, considera, por ejemplo, que quemar la bandera norteamericana es una manifestación del derecho a la libertad de expresión. Y por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictado numerosas sentencias que desautorizan al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional españoles que convalidaron sentencias condenatorias por extralimitación en el ejercicio de la libertad de expresión; y entre ellas la que condenó a algunos ciudadanos que quemaron del retrato del rey.

Los tribunales españoles cumplieron exclusivamente lo prescrito en nuestro Código Penal, olvidando que están vinculados a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En algunos casos, nuestros tribunales olvidan que el ordenamiento jurídico español es un ejemplo paradigmático de globalización del Derecho. De manera que es necesario aplicar a los derechos fundamentales y a las libertades públicas, además de las leyes españolas, la legislación de la Unión Europea, la legislación internacional, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, en su caso, la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

No queremos, con lo dicho, significar que los tribunales españoles practiquen una suerte de nacionalismo jurídico que se ha infiltrado, cual virus, en los tribunales de algunos Estados europeos (el caso de Bélgica es paradigmático como hemos comprobado en el caso de los políticos huidos de la justicia española). Muy al contrario, los jueces y tribunales españoles se caracterizan por su europeísmo. En España, a diferencia de algunos otros Estados de la Unión, por ejemplo del Reino Unido, nunca se ha producido resistencia a aplicar la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: el caso del Rio, una asesina de ETA, condenada a varios miles de años por la comisión de delitos de sangre, es un ejemplo claro de la diligencia de la Audiencia Nacional en aplicar la doctrina establecida por dicho tribunal.

Los parlamentarios gozan de la más amplia libertad para expresar sus ideas y opiniones en el ejercicio de sus cargos, gozando de inviolabilidad reconocida por el artículo 71 de la Constitución. Y esta es una regla que rige en todas las democracias que se consideren como tales. Pero nos preguntamos si los titulares de las instituciones públicas (presidentes, ministros, consejeros autonómicos o alcaldes) deben disfrutar del mismo grado de libertad de expresión que los ciudadanos que no desempeñamos cargos públicos. Y nos hacemos esta pregunta porque desde 2014 se ha producido una escalada verbal por parte de los independentistas catalanes, particularmente por los sucesivos presidentes y consejeros de la Generalitat, que tiene por finalidad desacreditar a la democracia española. No es necesario reproducir aquí los improperios y descalificaciones dirigidas al Estado, al Gobierno central, a la Constitución, al jefe del Estado o a los jueces: muy en particular, las muestras constantes de insumisión a la Constitución, al resto del ordenamiento jurídico o a las sentencias de los tribunales.

Este tipo de manifestaciones verbales es difícil encontrarlas (aunque hay excepciones) al margen de los independentistas catalanes, no solo en España sino en Europa. Lo cierto es que el anterior Gobierno de la nación, el presidido por Mariano Rajoy, no enfrentó ni siquiera con palabras las palabras de los independentistas, probablemente porque consideraran que las palabras no pueden tener repercusiones jurídicas. Solo reaccionó aplicando el artículo 155 de la Constitución tras la declaración unilateral de independencia. Se demostró que las palabras son en ocasiones la antesala de los hechos.

La novedad del gobierno presidido por Pedro Sánchez es que actuando del mismo modo que su precedente ha teorizado sobre la diferencia entre las palabras y los hechos. Así, hemos podido escuchar del propio presidente, y de algunas de sus ministras, que las palabras no tienen repercusión alguna jurídica, que solo los hechos tienen repercusiones jurídicas. La teoría en cuestión nos parecería excelente si se aplica a los parlamentarios y a los ciudadanos sin cargos ni responsabilidades políticas, pues de ser así el Gobierno tendría una concepción de la libertad de expresión de amplio espectro, sin apenas limitaciones, que compartiríamos. Pero el caso es que la teoría se aplica al Presidente de la Generalitat, a sus consejeros y demás altos cargos de la Generalitat, que detentan poderes considerables, que han acreditado que utilizan las palabras anticipando los hechos que van a realizar.

No deja de ser curioso que se considere procedente que cuando un militar emite opiniones de dudosa o clara inconstitucionalidad de manera inmediata se proceda contra el mismo destituyéndolo de su cargo o sancionándolo. Los ejemplos han sido muchos a lo largo de la democracia. Y nos parece correcto que los militares que tienen la misión de defender el ordenamiento constitucional, de acuerdo con el artículo 8 de nuestra Constitución, tengan limitada la libertad de expresión, pues no se puede ser defensor y a la vez poner en cuestión mediante opiniones verbales o escritas el orden constitucional. La neutralidad que se exige a los militares es, por otra parte, una regla que rige en la mayoría de las democracias.

Pero ¿existe proporción en el trato que se da a los militares y el que se otorga a los altos cargos públicos a que antes nos hemos referido? Más precisamente: ¿está justificado que la teoría de la diferencia entre las palabras y los hechos, que atribuye irrelevancia jurídica a las palabras, pueda aplicarse a los altos cargos a los que antes nos referimos? ¿Puede el presidente de la Generalitat de Catalunya utilizar dicha posición de poder para desacreditar mediante palabras al Estado que representa como primera autoridad en dicha comunidad?

Si la teoría de la irrelevancia de las palabras fuera solvente debería aplicarse a todos los altos cargos, por ejemplo, al presidente del Gobierno, o a los ministros, que podrían comparecer en cualquier foro y decir que piensan incumplir la Constitución, las leyes o no acatar las sentencias de los tribunales; se trataría según dicha teoría de manifestaciones de la libertad de expresión que serían inobjetables, sin consecuencias jurídicas. Sin embargo, al Gobierno sí le han parecido relevantes las palabras del presidente del parlamento flamenco, un personaje irrelevante, en apoyo a los independentistas. ¿En qué quedamos?

El Código Penal español no tiene respuesta para los comportamientos que hemos señalado, aunque estén alejados de las exigencias éticas que deben presidir la actividad política, y estamos de acuerdo con que así sea, pues somos partidarios de que la libertad de expresión alcance a todos los ciudadanos, sea cual sea su condición. Pero de la misma manera creemos que las palabras pronunciadas por cargos políticos deben tener consecuencias políticas, más allá del reproche ético. Así, por ejemplo, en relación con los excesos verbales del presidente de la Generalitat catalana, la Constitución otorga al presidente del Gobierno, junto con el Senado, la posibilidad de requerirle para que se retracte de graves afirmaciones que le hemos escuchado como, por ejemplo, que no acatará la sentencia sobre los independentistas catalanes derivada de la proclamación unilateral de independencia, o dejando entrever que podría abrir las cárceles, siempre de acuerdo con el Parlament, si los políticos presos no son absueltos.

A las palabras les suelen suceder, cuando se detentan poderes ejecutivos, hechos, y por eso nos preguntamos si el Gobierno Sánchez, como antes el Gobierno Rajoy, va a esperar para intervenir a que se desencadene una nueva quiebra del ordenamiento constitucional en Cataluña. De ser así, de nuevo se cumpliría el refrán de que los humanos son los únicos animales que tropiezan dos veces en la misma piedra. Es más, nos preguntamos: ¿tenemos que comenzar a preocuparnos por las palabras que pronuncian algunos ministros en relación con el proceso independentista catalán?