La modernidad pasó volando por esta periferia, a mucha distancia del suelo patrio. Tanto y tanto voló que apenas pudo permeabilizar la estructura social valenciana, que continuó durante muchos años glorificando los costumbrismos agrarios y feudales. De aquel déficit emergen todavía hoy algunos de nuestros males. València perdió el siglo XIX y parte del XX (como casi toda España salvo alguna bendita y rara excepción) como quien olvida una maleta en la estación del ferrocarril. Basta otear el panorama de un pasado reciente aún no extinguido para detectar los enormes agujeros que ese lance legó por estos lares. En unos años hubo que ponerse al día europeo, y el lastre fue inconmensurable: narcisismo localista, feudalismo fáctico, privilegios poderosos, arrogancias eclesiásticas, adhesiones incondicionales, ataque a las respuestas críticas, abyecta intolerancia, veneración por los mitos agraristas, legitimaciones medievales, resignaciones inefables... Los arcaísmos han bailado una danza funesta sobre esta geografía durante mucho tiempo. Qué se le va a hacer. Parte de ese catálogo ominoso aún recorre de forma subterránea algunos pliegues del imaginario actual.

En sus últimos discursos, el presidente Ximo Puig viene reivindicando las ideas de la Ilustración para combatir la amenaza del auge de los populismos renacientes en Europa, que resucitan el clima de intolerancia política de los años 30 sobre las vigas de las barbaries provocadas por los totalitarismos. Ante los tres jinetes del apocalipsis que galopan el primer tercio del siglo XXI (crisis, xenofobia y populismo) no hay mejor antídoto que una buena dosis de modernidad, tan higiénica siempre para expulsar los irracionalismos de amplio espectro. Y frente a los populismos que avivan el miedo regresivo de las clases medias, desasosegadas por las incertidumbres tenebrosas, bien está anteponer las luces del conocimiento, de la razón y de la libertad. Hasta aquí, el análisis es certero, y de una ortodoxia aplastante. Pero el diagnóstico de Puig se dirige únicamente hacia la reaparición de las ideas emuladoras de aquellas satrapías, bien conocidas, y parece olvidar el carácter transversal de los populismos que refulgen hoy en Europa. Porque esos virus se presentan bajo innumerables capas de geometría ideológica. No sólo brotan desde las orillas de la derecha, como insiste el presidente (relacionarlos con el PP constituiría una fansía monstruosa). El desafío a las democracias representativas también surge de la pseudoizquierda, o mejor de una aparente extrema izquierda que asume hoy gran parte del menú ideológico de la extrema derecha, indolente o estéril ante los escaparates involucionistas. Desde esas orillas se está avivando el mensaje de que no hay ciudadanos, sino pueblo, de que no hay individuo, sino masa. El repertorio es conocido: se espolea el interclasismo y se objetiva la transversalidad, se refutan las formas de intermediación institucionalizadas, se estimula el eclecticismo de las ideologías, se alimenta el descrédito de las instituciones y de la democracia representativa, se ataca la zozobrosa globalización y se impugnan los estados nacionales, se excita la xenofobia y se intimida a los refugiados, se alienta el euroescepticismo y se ennoblece una fangosa agenda antisistema. La síntesis es un vaciamiento de la democracia que no tiene que ver con las conductas o dialécticas populistas intermitentes de determinados dirigentes de los partidos tradicionales ­-de sus acaloradas disputas- sino de movimientos sistémicos, ordenados y programáticos.

En 1933, meses antes de que el partido nazi fuera el más votado de Alemania (288 escaños), con la violencia fascista y las persecuciones atizando las calles, los socialdemócratas (SPD) instaron a los comunistas a unirse en un frente común para detener el terror. Los comunistas del KPD contestaron de la siguiente guisa: era preferible que los nazis tomaran el poder para después armar la revolución proletaria. El KPD fue coherente con la estrategia de la Internacional Comunista, que había concebido el concepto de «socialfascismo» en el Congreso celebrado en 1928 en Moscú. El Komintern dictaminó una política de confrontación con la socialdemocracia al considerar que el capitalismo estaba entrando en una profunda crisis y que el SPD y los sindicatos, valedores de la democracia, eran enemigos de su estrategia. Organizaciones «socialfascistas». Esa tesis fue la principal razón que impidió una alianza de la izquierda para combatir al Partido Nazi. Lo que vino después es conocido.

Casi un siglo después, el Movimiento Francia Insumisa, con Melenchón al frente, decidió abstenerse en la segunda vuelta de las elecciones de 2017 cuando Francia se debatía entre Macron o Le Pen. Y no era una decisión baladí, como quien elige una camisa u otra antes de salir de casa. El dilema era: democracia o fascismo. El periódico L´Humanité clamó en el desierto. Insistió a Melenchón en que la prioridad era derrotar a Le Pen con la papeleta de Macron. Ni flores. Por esas misma fechas, Le Pen proclamaba que Francia no había sido responsable de la deportación de judíos y uno de sus dirigentes principales, Jean François Jalkh, vociferaba un discurso negacionista en el que sostenía que las cámaras de gas y el Holocausto constituían una osada invención. Dio igual. Melenchón se abstuvo, o recomendó libertad de voto. Para el caso es lo mismo. Un viejo profesor de historia decía: «la historia no sirve para nada si no es para conocernos a nosotros mismos y tomar medidas correctoras». El terror sembrado por la violencia inusitada de unos estados que utilizaron el asesinato como medio cotidiano para gobernar no sirvió esta vez como lección de historia.

El Movimiento 5 Estrellas, fundado en 2009 por Beppe Grillo, alcanzó, hace ya unos meses, un pacto con el partido xenófobo de la Liga Norte para gobernar Italia. El «5 estrellas» está, o estaba, contra el sistema político tradicional, es un adalid del antieuro, se muestra euroescéptico, desea la democracia directa y sus diputados renunciaron a parte de su salario en una apuesta decidida por encumbrar la panfilia universal. El inventario podría extenderse hasta el infinito. Lo sustancial son los hechos, sin embargo. Aquella especie de anarquismo flácido ha acabado pactando el gobierno con el neofascismo, abrazando xenofobias y despachando inmigrantes. También en Alemania, el Movimiento De Pie, que lidera una exdirigente del izquierdista de Die Linke (heredero, en parte, del partido comunista de la RDA), combate a los refugiados en un nacionalpopulismo de fisonomía anticapitalista festoneado con la música de Salvini.

En fin, la modernidad, sí, es un laxante contra los populismos de una u otra raíz, pero también un fármaco muy eficaz contra los apriorismos totalizadores. Como el puritano de Lluvia de Somerset, que sucumbe a la tentación de la carne contra la que predica, algunos populismos actuales acaban mordiéndose la cola ideológica y sermoneando lecciones casi análogas a las de sus antagonistas. Y es inquietante observarlos con la anamorfosis al uso: los de sus riberas son buenos, los de la ribera contraria presentan una naturaleza diabólica. La Ilustración enseñó a impugnar las grandes causas que se anteponen al individuo y subordinó toda clase de religiones y fundamentalismos vocingleros. Quizás sea la mejor medicina contra los dogmas y localismos y un buen nutriente para dietas universales, versátiles, plurales y abiertas. Está muy bien, la verdad. Deberían venderla en forma de comprimidos en las farmacias (subvencionada por el Botánic, por supuesto, al igual que otras cosas menos necesarias).