Los fascistas, que somos todos los que no acabamos de percibir las inmensas bondades de la izquierda radical, seguimos filtrando la realidad con aquellas lentes polarizadas del desarrollismo franquista. Nos empeñamos en vivir en un blanco y negro de suplemento monárquico, en intoxicar nuestra inteligencia con el humo gris del NO-DO y en dejar que nos embutan la calavera de información independiente. Por eso, y por cierta puñetería congénita que nos caracteriza, seguimos ignorando que los bolcheviques han conseguido, por autoconcesión y decreto de sí mismos, una patente legítima de autoridad moral. Así, cuando afirman en sede parlamentaria que la trena permanente revisable no ha evitado el último asesinato, a nadie aparte de nosotros le parece indudable que la última víctima estaría viva si quien la mató hubiera estado rascando chicles en el paseo marítimo de Cullera. Es evidente que nuestra perspectiva está degenerada, y debe ser porque somos unos fascistas empedernidos y el bigotillo nostálgico nos impide oxigenarnos como es debido. Un ejemplo clarísimo es cuando el PSOE asegura, sonriente bajo la lluvia de oprobios independentistas, que salvará la situación dialogando como un descosido y todo el mundo acepta la infalibilidad absoluta de la frase menos nosotros, fascistas de marca mayor, fascistas ensoberbecidos, fascistas incorregibles, fascistones anacrónicos, auténticos carcamales que nos oponemos al progreso de la patria. Somos tan retorcidos que interpretamos como amenaza de rebelión lo que no va más allá de súplica política; o como cinismo anarquista lo que sólo es respetuosísima exigencia ideológica. No vemos que la nación va como un tiro desde que la gobierna el socialismo, ni que la salsa de separatistas y antisistema en que nada el ejecutivo se despepita diariamente por ver a España en la cumbre de la unidad y la estabilidad. Hemos de aceptar que nuestra limitación proviene de nuestro fascismo; de que somos más fascistas que Mussolini, más totalitarios que la Falange, más fachas que 'Joseantonio' —presente—, y más tontos que la novia de Hitler. Aceptémoslo y se nos abrirán los ojos; admitámoslo y veremos la vida en color; concedámoslo y accederemos a las delicias del morado y el rojo, percibiremos los estupendos matices del sofisma y el embuste, nos extasiaremos con el arco iris y descubriremos el encanto sutil de la contradicción y el marasmo. La izquierda revolucionaria goza de autoridad moral porque le da la gana, porque así lo ha decidido, porque ha establecido que replicar algo a sus despropósitos constituye una prueba irrefutable de fascismo y porque nadie le dice, de momento, las verdades a la cara.